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Música de viento

Se llamaba Joseph Pujol. Era francés, quizá nacido en la Barceloneta, a juzgar por su apellido. Llegó a París al comenzar la última década del antepasado siglo, y después de varios intentos infructuosos logró convencer a un empresario de que lo presentara en su teatro.

Empezó a actuar en 1892. De inmediato se dio a conocer como uno de los artistas más extraordinarios que los parisinos habían aplaudido. Quienes lo oían no podían creer lo que escuchaban, y una y otra vez regresaban para admirarlo nuevamente.

¿Era pianista este hombre? No. ¿Era violinista? Tampoco. ¿Interpretaba su música en la flauta, el clarinete, el oboe o el trombón? Nada de eso, aunque el sonido del trombón se asemeja a veces al de la música que hacía este hombre. Si este genial artista no tocaba el piano, ni era intérprete del violín o de los otros instrumentos que he citado, entonces ¿qué clase de música era la de este hombre?

Por principio de cuentas diré que era música de viento. Sin embargo para producir esa música Pujol no se valía de instrumento alguno: usaba su cuerpo. Este hombre –voy a decirlo de una vez, con perdón de los lectores– era... No. No me animé a decirlo. Trataré de encontrar otro modo de decir quién era este hombre, qué música interpretaba y de cuál instrumento se servía para tocar en público.

En francés la palabra “pet” sirve para designar el ruido producido por la salida brusca –y trasera– de un aire intestinal. Nótese el parecido con la palabra que en español usamos para el mismo fin. Aquel artista se presentaba en el teatro con su nombre, Joseph Pujol, y el título “Le Pétomane”. La traducción más aproximada de este nombre es –otra vez con perdón sea dicho– “El pedorro”.

Y es que este hombre hacía música con la parte trasera de su anatomía, si ustedes entienden lo que quiero decir. Tenía la peregrina habilidad de aspirar aire por el orificio posterior, y luego hacerlo salir en forma modulada, tanto que podía graduar el sonido y producir las siete notas de la escala musical, con otros tonos, semitonos y cuartos de tono que habría envidiado el mismísimo Julián Carrillo, autor del inaudible Sonido 13.

El sonido que producía Monsieur Pujol, en cambio, era claramente audible, y sin necesidad de magnetófono, así era la potencia eólica del artista. El público se desternillaba de risa cuando lo oía imitar con aquella música de viento el canto de las aves; el ruido que hace una tela al ser rasgada; el estruendo de un fragoroso trueno; el silbato de una locomotora (ya detenida en la estación, ya pasando a toda velocidad), o el ruido que hace el viento entre la fronda de los árboles.

Luego Le Pétomane presentaba un vasto repertorio de “pets”: el de una novia; el de una esposa; el de una suegra; el de una recién casada en su noche de bodas; el de una novicia, el de la madre superiora, etcétera. Aquello era de risa loca. La seriedad volvía al teatro, sin embargo, cuando Pujol ponía expresión lánguida e interpretaba con el mismo personalísimo instrumento la sentida romanza “Bajo el claro de luna”.

Había algo muy bueno: aquella música no era acompañada por sensación olfativa alguna, pues el aire que le servía a Pujol para sacar sus notas no provenía del vientre, sino del espacio exterior, lo cual era una gran ventaja.

Hasta 1914 duró el éxito de Monsieur Pujol. Ese año estalló la Primera Guerra Mundial, con otros truenos –los de cañón– muy distintos a aquellos con que Le Pétomane hizo las delicias de la gente de París durante largos años. Diré por último que lo que hoy he contado es rigurosamente cierto. Está documentado en la historia del espectáculo francés. De modo que nadie me venga a decir que esto que escribí hoy es puro pet.