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Flores y frutos

Para mí este año ha sido de plúmbagos.

Hay años en que estallan los rosales, o salen margaritas suficientes para que todos los amantes del mundo sepan si se les quiere o no. Otros años todo el campo se vuelve un girar de girasoles, o hay violetas suficientes para volver humilde a un argentino.

Pero este año florecieron los plúmbagos como si quisieran pintar de azul el universo. 
Azul tenue, quiero decir; azul muy plúmbago; azul que apenas se decide a ser azul. En el jardín florecen, y los tengo pintados en óleos que pintó la señorita Harlan. Los plúmbagos del jardín creen que el cuadro es un espejo, y se alzan de puntillas para verse.

Este año fue de plúmbagos, ni duda. El próximo será de dalias, o de geranios, o de galán de noche o madreselva. Pero todos los años serán años de vida que florece, de vida que es como flor, cambiante y varia pero siempre eterna.

También tengo un pedacito de Biblia en mi jardín.

Es una higuera.

En el invierno parece una mano gris y descarnada que pidiera en vano limosna a un cielo sin misericordia. Pero llegan los días de la primavera y de pronto aquella mano se llena de hojas recién inauguradas, y se pone a ofrecerlas, generosa, igual que ofrecerá después sus higos, oscuros y dulces como una noche de amor.

Lástima que la señorita Harlan no pintó mi higuera. Sus pimpollos son estrellas de un verde infantil en el espléndido azul del cielo saltillero.

Y es una higuera pródiga la mía. Pródiga en frutos y en lecciones de esperanza. Igual que aquella higuera novohispana que anunció la santidad de Felipillo santo, la mía reverdece cada año y me anuncia la eternidad de la naturaleza, que es otra forma de llamar a la vida, que es otra forma de llamar a Dios.

Mis amigos me dicen que voy a secar la higuera de mi jardín a fuerza de escribir sobre ella.

No sé lo que dirían si se enteraran de que también le hablo. A veces, cuando estoy solo y nadie me ve -ni yo- voy con ella, paso mis dedos por sus ramas y le digo que es un buen árbol que da frutos muy buenos, pero que si no los diera yo la querría igual. 

Después me quedo pensando cómo pudo ser posible que el buen Jesús hiciera caer su maldición sobre una higuera. Eso no lo he podido nunca comprender.

Yo amo a mi higuera en todo tiempo. La amo cuando está triste de invierno y cuando en la primavera saca a orear su alma verde. Cuando llega el verano y disfruto sus higos siento que la higuera premia con sensuales besos mi amor de todo el año.

PRESENTE LO TENGO YO
‘Catón’
Cronista de la Ciudad