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La luz de la palabra
“El idioma no se inventa, se hereda”
Fernando Vallejo.
El pedagogo, lingüista, filósofo y sicólogo alemán Karl Bühler, quien fue conocido ampliamente por su teoría entorno a la importancia del juego en la educación, nacido en 1879 y muerto en 1963, distinguía un triple aspecto de la palabra. Afirmaba que, en primer lugar, la palabra posee “contenido”. Con ello quería decir que la palabra significa o representa algo: nombra un objeto. Gracias a esta acción, con el poder mágico de la enunciación, podemos traer hacia nosotros los objetos en cuestión, metafóricamente, sí, pero igual de mágicamente, al lugar en donde nos encontramos; formula un pensamiento o emite un juicio.
Asimismo, la palabra, decía Bühler, es una interpelación. Se dirige a alguien y quiere provocar en él una respuesta, una reacción. Obra como una llamada, como una provocación, propiciando un sendero de ida y vuelta. Y, por último, la palabra es descubrimiento de la persona, manifestación de su actitud interior, de sus disposiciones.
Más que juntar letras, agregaba, la palabra expresa ideas, emociones y hechos, “algo más que meros sistemas de transmisión de pensamientos”, agregan otros autores, quienes, en una bella metáfora concluyen: “Son las vestiduras invisibles que envuelven nuestro espíritu y que dan una forma predeterminada a todas sus expresiones simbólicas”.
Las lenguas han marcado pauta en el conocimiento de las sociedades. Los conceptos necesitan vivir. Con el uso extendido de los cibernéticos emoticones para expresar “Te abrazo” o “Te quiero”, ¿ante qué pérdida nos enfrentaríamos si un día esto no lo pudiéramos expresar con la maravillosa sonoridad de las palabras?
Da qué pensar que en estos tiempos suprimimos sensaciones y emociones –y tratamos de convencernos que lo logramos con las ideas– utilizando “emojis” o emoticones que creemos reflejan nuestro pensamiento, sentimientos o acciones.
En su libro “Escribir sobre la oscuridad” el israelí David Grossman recuerda al escritor polaco Bruno Schulz asesinado por un comandante nazi que con su muerte enfrentaba a un rival oficial también nazi. Bruno, dice Grossman, “comparaba el lenguaje humano con la primitiva serpiente legendaria que en algún momento habían cortado en miles de trozos; las palabras que, tras haber perdido aparentemente su vitalidad original, y no son más que un simple instrumento de comunicación, a pesar de que todavía ‘siguen buscándose en la oscuridad’”.
Conectar una palabra con otra, entre ellas que se buscan en la oscuridad, propicia la difusión del pensamiento, la conexión entre los sentimientos de uno y otro, y manifiesta a las personas y a su tribu, a su grupo en su sociedad.
El mismo Grossman presenta en ese libro “Escribir en la oscuridad” que existe una tradición judía según la cual cada uno tiene un huesito al que llaman “luz”. El término hebreo remite a dos acepciones. Una, es una avellana, y la otra sirve para designar la primera vértebra cervical.
Pues bien, en esa segunda acepción, ese huesito, esa luz, se sitúa en el extremo superior de la columna vertebral, y dice Grossman que contiene la esencia del alma. El alma individual.
Preguntando entre sus allegados, el autor israelí obtuvo de ellos sus propios significados de ese huesito, de esa luz. Para los escritores, significaba creatividad. Impulso de producir, pasión de crear. Los religiosos la encontraban en la chispa divina que ven en su interior. Para un amigo fue el ser padre y para una amiga significaba la añoranza de las cosas y las personas a las cuales extrañaba.
Hay quienes encuentran su propia luz en la palabra. Seguramente, como le ocurría al propio David Grossman. La palabra para darse, para exponerse libremente, para cantarle al viento y para vivir la existencia en libertad. Esas vestiduras invisibles que arropan el espíritu y que cobijan nuestros pensamientos y nuestros sentimientos.
La palabra, la fascinación por la palabra. El “huesito” luz, dice Grossman, nunca perecerá. Es la luz que hemos heredado y que tras nosotros dejaremos al pasar del tiempo.
Aquí, con el poeta Luis Rosales, citado por Álex Grijelmo en La seducción de las palabras: “La palabra que decimos viene de lejos, y no tiene definición, tiene argumento. Cuando dices ‘nunca’, cuando dices ‘bueno’, estás contando tu historia, sin saberlo”.