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Puñetazos, guantadas y mamporros
Humberto Cid González, llamado “El Relámpago”, fue grande boxeador. Su apodo derivaba de un tic nervioso que tenía, consistente en abrir y cerrar los ojos repetidamente, como si lo obligara a eso la luz de un relámpago continuo. Era apuesto y galán. Llegó a Saltillo después de hacer sus estudios en alguna universidad americana, donde destacó mucho en los deportes. Fue nadador, buen tenista, esgrimidor... Pero fue sobre todo boxeador supereminente.
No hallaba con quien pelear aquí. Se iba entonces al Centro Alameda, una refresquería cuya clientela estaba formada principalmente por obreros y gente del ferrocarril, y se fingía maricón. Hacía guiños y carantoñas a los rudos hombrones que frecuentaban el lugar, hasta que alguno de ellos, irritado, lo injuriaba o hacía objeto de un mal trato. Entonces el Relámpago lo desafiaba a combatir. ¿Quién podía evadir el reto de un marica? Aceptaba la riña el incauto insultador, suponiendo segura la victoria, pero el falso homosexual le surtía hasta por abajo de la lengua.
No todos los peleadores corren con igual fortuna. El manager de un cierto boxeador local contrató para efectos de publicidad las suelas de los tenis con que peleaba su pupilo. En una puso la palabra “Tome” y en la otra “Coca-Cola”. Y es que el púgil pasaba más tiempo tendido sobre la lona que de pie, y en esa posición servía de anuncia. Se parecía a aquél que al terminar el primer round cayó desfallecido en su banquillo de la esquina.
-¿Cómo va la pelea? –le preguntó con voz feble a su manejador.
Le respondió éste:
-Si lo matas en el segundo round empatas.
Otro boxeador hubo al que enfrentaron con un peleador cuyos puños pegaban como patada de mula. Bien pronto advirtió el desdichado púgil que estaba en absoluta desventaja frente a su rival, y que corría el riesgo de que uno de aquellos mandarriazos lo noqueara, y a lo mejor hasta lo mandara al otro mundo. Con ese pensamiento se dejó caer bonitamente, y tendido de espaldas en la lona se fingió noqueado. Su manager advirtió la maniobra. Mientras el réferi contaba empezó a gritarle al caído, con enojo:
-¡Levántate, cabrón! ¡Levántate!
Sin abrir los ojos el boxeador movió un pie para indicar que no, igual que se mueve el dedo índice cuando se expresa negación.
Había un individuo a quien decían “El Trompo”, muy bueno para los trancazos. Su valor y habilidad lo hicieron líder de la pandilla de su barrio. Tal monarquía no era absoluta, sin embargo. El barrio vecino tenía otro adalid, un sujeto llamado el Pingüin, hombrón de casi 2 metros de estatura, enorme peso, fuerza descomunal y arrojo temerario.
Cierto día uno de la pandilla del Trompo acudió a él para decirle que alguien del otro barrio lo había golpeado.
-Vamos allá -declaró sin vacilar el Trompo-. Le voy a partir la madre al cabrón que te pegó.
Iban los dos en busca de venganza cuando al Trompo se le ocurrió preguntar a su protegido:
-Oye: ¿y quién fue el que te pegó?
-El Pingüín -respondió quejumbroso el otro.
El Trompo dio media vuelta y volvió sobre sus pasos. Le dijo al otro:
-Algo le harías.
PRESENTE LO TENGO YO
Armando FUENTES AGUIRRE
‘Catón’