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Liberación femenina. ¡Ave María Purísima!
El feminismo es cosa buena. No cabe duda de que la mujer ha sido víctima milenaria de discriminación. Aún culpamos a todas la mujeres de lo que sólo hizo nuestra madre Eva. Pero una cosa es el feminismo –mis respetos para él y para las verdaderas feministas– y otra muy distinta el hembrismo, odioso equivalente vaginal del machismo. En cierta ocasión, en Nueva York, le abrí la puerta –al fin caballero mexicano– a una gringa para que pasara. En vez de agradecerme tan galano gesto la arpía me dijo estas palabras:
-Fuck you.
La horrible mujer tenía cara de alce, que es animal de más al norte, y estaba pintada como coche. No digo esto por venganza, feo sentimiento que causa de dispepsia; lo digo porque es verdad. De seguro era hembrista la fulana. Esas horribles mujeres se encrespan cuando un hombre las trata con cortesía. Por lo pronto ya me aprendí una maldición en inglés para decírsela a aquella vieja si alguna vez –Dios no lo quiera– me la vuelvo a topar en este mundo. Antes de que ella me diga cualquier cosa yo le diré:
-Screw you.
Dicho eso escaparé, pues tengo la certidumbre de que la desgraciada pécora es capaz de matarme. Todavía la sueño y despierto bañado en sudor frío.
Cuando se hable de liberación femenina deberá mencionarse el nombre de una señora de Saltillo, cuyo nombre no puedo decir por diversas razones. Dicha señora tenía marido bebedor. Casi todas las mujeres de hace 50 ó 60 años tenían maridos bebedores. En aquella época no era mal visto que los hombres fueran a la cantina y se pasaran ahí horas enteras. Lo hacían desde el mediodía hasta bien entrada la noche. Quién sabe a qué horas trabajarían esos antepasados nuestros. Su asiduidad etílica, vista en aquellos tiempos como algo natural, es algo que me incita a reír cuando oigo aquello de que “todo tiempo pasado fue mejor”. Ésa es una mentira más grande que la de la rifa del avión.
Las esposas enviaban a sus hijos ya mayorcitos a la cantina, a llamar a sus padres. Entraban aquellos infortunados jovencitos a la taberna y se dirigían, temerosos, a sus progenitores.
-Apá, que dice amá que aquihoras se va ir usté a la casa.
¡Ira de Dios! Un formidable mamporro castigaba aquel atrevimiento. Al golpe seguían espantosos dicterios con los cuales el furioso señor despedía a su vástago. Y es que el bebedor que recibía un recado así era objeto de las burlas de sus congéneres beodos.
La señora que digo, pionera de la liberación femenina, no hacía tal cosa. No enviaba a sus hijos a la cantina: iba ella en persona. Ante el asombro de los parroquianos –la cantina era un sancta sanctorum masculino al cual no tenían acceso las mujeres– entraba con paso seguro y decidido. No iba hacia donde estaba su marido, y ni siquiera lo miraba. Se sentaba ante la barra y con voz firme le pedía al cantinero:
-Sírvame lo mismo que está tomando aquel señor.
Y señalaba a su esposo.
El infeliz marido no aguantaba tal demostración. Se levantaba como de rayo de la mesa, iba hacia su mujer y le decía con tono de quien se sabía vencido:
-Vámonos.
Y se iban los dos a su casa, la mujer triunfante, el hombre con el rabo entre las piernas. Si eso no es liberación femenina entonces no sé qué chingaos sea.