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De la sana a la mala distancia. Hay dos Méxicos con mucha distancia entre ellos. ¿Cuál México te duele?
De unas semanas para acá, ante la epidemia del COVID-19, se ha intensificado con más éxito que muchas iniciativas oficiales o ciudadanas, creo yo, la campaña de la “sana distancia”. Se han abierto también discusiones sobre quién puede o no tomar distancia de sus conciudadanos y las circunstancias que rodean a unos y a otros en distintos lugares, con distintos hábitos y, especialmente, con distinto nivel socioeconómico o poder adquisitivo. Circulan fotos y videos de una estación de metro en la Ciudad de México donde cientos que no tienen posibilidad de quedarse en su casa o guardar distancia, esperan la llegada del metro que seguramente será una de varias escalas en su regreso a casa o en su camino al trabajo. El riesgo de no guardar distancia es obvio; el de guardarla a veces no tanto.
En redes sociales, generalmente entre quienes sí nos podemos guardar o tomar distancia, se debate acerca de si alguien es irresponsable por andar en la calle, por subirse al metro o por simplemente tratar de ganarse la vida. Se cuestiona si el gobierno debió cerrar la economía una o dos semanas antes para reducir contagios. El tema no es exclusivo de México. Un porcentaje enorme de la población mundial no tiene ahorro alguno y no puede dejar de ganarse la vida más de un par de días sin poner en riesgo su sustento. Incluso en países más desarrollados, como Estados Unidos, existen encuestas que indican que un 58 por ciento de los americanos tienen ahorros de menos de mil dólares. Es decir, unas dos semanas de salario mínimo. El caso de México se agudiza por la enorme cantidad de ciudadanos que dependen de la economía informal. Ellos no tendrán la posibilidad de que un patrón posponga medidas de reducción de costos. Desde un limpiavidrios en la esquina hasta alguien que vende quesadillas (a veces sin queso en la CDMX) en un mercado sobre ruedas, depende de que el resto de la población ande en las calles para ganarse la vida. Un albañil que trabaja a destajo (cobra cuando acabe la barda, por ejemplo) no cobra si no termina. Y así, conforme nos adentramos cada vez más en cómo el tsunami de la pandemia afecta a los ciudadanos del mundo en el corto plazo y los impactos que dejará cuando pase, nos damos cuenta de que la sana distancia no se inventó hace dos semanas, sino que ha estado ahí ya por al menos varias décadas.
Y no me refiero a la sana distancia que Zedillo dijo la democracia le exigía en 1994 (entre su partido y el gobierno). Me refiero a los dos Méxicos que estando en un mismo territorio no podrían ser más distintos y estar más separados. Son esos dos Méxicos los que explican no solamente por qué una epidemia (de virus de murciélago, de dengue, de inseguridad, de abusos de gobierno) le pega mucho más a uno que a otro. No importa si el virus es importado o si llegó en avión privado, a la larga es ese México relegado a segunda (¿o tercera?) división el que sale más golpeado. La distancia siempre ha estado ahí, pero a veces nos es más difícil verla y reconocerla. No es cómodo. Por eso hay quien se ofende cuando un gobierno (del color que sea) dice que hay que apoyar primero a los más pobres, pensando que es sólo una compra de votos (puede ser). Por eso no somos capaces de reconocer que, sin quererlo, el dinero repartido por los programas sospechosamente populistas del gobierno en turno, pudieran estar haciendo una gran diferencia en la forma en la que ese otro México enfrenta la crisis actual, al menos en el corto plazo. En Estados Unidos siguen tratando de hacer llegar dinero directo a los ciudadanos, mientras que en México esa etapa ya está en marcha (insisto, por casualidad) desde hace meses.
Tristemente, una crisis como la actual y la que se viene solamente agregará distancia entre esos dos Méxicos. Por eso cuando hace no más de 2 años mis conocidos decían “me dueles México” yo dudaba si se referían a ese otro México lejano que ha estado olvidado. Creo que no era ese el que les dolía.