El elevador del 4º piso

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El elevador del 4º piso

Apenas se abrió la puerta del elevador y la vio, se dieron un abrazo de esos que en teoría son infinitos.

Les platico: la cuarentena no había acabado del todo, pero a los dos les valió madres y en medio de tapabocas y artilugios con olor a alcohol etílico -no alcohólico- se fundieron en un interminable abrazo de ojos cerrados y corazones bien abiertos.

Había levantado del piso una de esas tarjetas de colores verde y marrón que se dejaban en el piso para que los dueños de ellas las tomaran y pudiera hacer que el elevador se elevara hasta el cielo.

Ninguna de esas tarjetas era suya pero se prometió regresarla a su lugar apenas hiciera lo que ahora estaba haciendo: encontrarse como habían quedado en el 4º piso, pasar por la puerta cerrada donde adentro ella estaba para que sintieran ambos su anhelada presencia y a la hora convenida volver juntos a la planta baja, regresar la tarjeta verde y marrón a su lugar y largarse juntos de este mundo que apestaba a virus pero no de enfermedad, sino de humanidad.

Pero la taquicardia de la emoción de verlo la llevó casi al infarto, y para no morirse adentro, salió de pronto como si adivinara que él estaba a segundos de llegar al 4º piso y fue así que como les decía, apenas se abrió la puerta del elevador se fusionaron en el abrazo infinito con el que abrí este relato y que estoy seguro de que a ti que me lees se te antoja haberlo recibido y dado, a poco no?

“Tú y yo somos la resistencia”, le dijo a ella apenas salieron a la calle, que comenzaba a adormecerse en la tibieza primaveral de un sol que caía lentamente hacia el oeste, mientras una afilada luna luchaba por abrirse paso entre la luz que seguía arrebatándole su luminosidad en el oriente.

Con el solo contacto de una mano sobre la otra, la sangre de ambos corría como si no hubiera un mañana. El vuelo que estaban a punto de emprender, ni siquiera el Dios de Spinoza podría pararlo.

Eran adictos uno del otro y no les daba pena reconocerlo. Su historia era de amor, de esas bonitas, pero realistas.

Costara lo que costara, anteponían la pasión ante todo y tenían una regla de oro: “Vamos a divertirnos”, se decían uno al otro, hicieran lo que hicieran, esa era la consigna. Les gustaba la aventura y la buscaban todo el tiempo.

Vivían al límite porque sólo así suceden las cosas interesantes y a veces eso mismo les complicaba su existencia. Por consecuencia, muchas veces estaban cerca de la lipotimia.

Les gustaba ser como el indio que pega su oreja al riel para intuir por dónde viene el tren, y mientras más cerca está el tren, más información se tiene.

Estaba claro: ellos escribían el guión de sus vidas pegaditos al rodaje de la película o de la serie de televisión.

Y no importaba de qué se tratara la encomienda que juntos y por separado cada uno emprendiera; si haciendo lo que hacían no se divertían ni se aventuraban, dejaban de hacerlo.

Intentaban ser impredecibles. Buscaban hacer lo inesperado. En eso estaba la aventura que convertía cualquier día con nombre, en uno que tenía los 7 de la semana. Eran capaces de hacer volar por los aires cualquier situación.

A veces era como si en lugar de sangre, corriera gasolina por sus venas y ésta se incendiaba apenas se rosaba el uno con la otra… o viceversa.

Al combinar lugares comunes con giros inesperados, convertían en cielo el techo de la alcoba, de la cocina, del pasillo, de la sala o de cualquier otro sitio donde hacían el amor. Y cuando no había techo de por medio, ni paredes, el cielo era el cielo.

Y entonces, no les daba miedo perder el control de vez en cuando, sobre todo cuando se portaban algo emocionales.

Para los padres y uno que otro pariente de ella, de pronto él no era el personaje con quien hubieran querido que se casase su hija, su hermana, su cuñada o su madre. Pero como él mismo le decía: “Me casé contigo, no con tu familia”.

Cuando la ciudad y el país en que vivían les colmaban el plato y querían largarse dando un buen portazo, solían decirse que a veces el pueblo quiere que pasen ciertas cosas, sobre todo si un villano les inspira simpatía.

Políticos venido a más -siendo que eran menos- cuando se aparecían fuera de tiempo, inspiraban miedo y esto resultaba deleznable.

“¿Qué hay en la cabeza de ese sicópata narcisista como para que se atreva a hacer lo que está haciendo?”, se preguntaban al unísono, en medio de un país donde nada ni nadie era sagrado, excepto la Virgen.

“Con ese tipo todos estamos en la cuerda floja y contra sus críticos, sus cegados seguidores son inclementes”, también se decían.

“¿Estaremos viviendo el fin de una era?”, se preguntaban. “No tenemos por qué vivir así y aquí hasta el final”.

Dicen que cuando uno va a morir la vida le pasa toda por delante. Eso debería estarle sucediendo al país en que vivían: con el personaje aquél que lo gobernaba, el pueblo estaba viendo de un tirón todos los capítulos y las temporadas de una serie donde ni los guionistas saben cómo va a terminar la cosa.

Apenas terminaban de ver un episodio, no quedaba más en el horizonte y eso provocaba una sensación poco liberadora.

El personaje representaba la mezquindad que todos llevamos dentro. A lo mejor por eso había ganado.

“De tan deplorable que es, hasta dan ganas de adoptarlo. Es de tal torpeza social que le coges cariño. Es execrable, pero nos encanta odiarlo. Está obsesionado por el poder, es un saco de leches y moralmente miserable pero le damos alpiste del bueno y caro para seguir oyéndolo cantar cada mañana desde su jaula, que palaciega y todo, no deja de ser una jaula”, se sorprendían diciéndose eso y concluían en que no podía resultar la cosa más lamentable.

Y seguían: “cuando otro nos muestra en él las vergüenzas de uno mismo, nos da mucha rabia, pero ahí lo tenía todo un pueblo, jugando a gobernar, convertido en un ser dotado de tal carga peyorativa que terminaba por ser amado.”

Era como ponerle un espejo a la sociedad para que se viera reflejada a sí misma y resultó un pavo la persona más querida. Tanto bregar por tantos años para terminar amando a uno malo, que apenas se tomaba un cafecito se ponía medio loco.

Entonces, querían huir de ahí porque aquél día del elevador del 4º piso, habían descubierto que el invasor de su país tenía toda su vida viviendo adentro. No venía de afuera, ya estaba adentro. Era un soldado que a pesar de matar gente, tenía su moral y sus principios. Era un sicario vegano del sistema. No comía carne, pero mataba gente.

“¿Es cosa mía o se respira demasiada tensión en el aire?”, le preguntó él a ella. Era el colmo, tenían muchas mañanas de despertarse aterrorizados. Habían perdido muchas horas de sueño en el proceso.

Una cosa era vivir al límite y otra muy distinta estar al borde del abismo. Sudar un poquito es emocionante, pero despertar bañado en sudor es otra cosa.

Cuando los atracadores lanzaron su ofensiva final en el 4º piso, ellos ya habían salido del elevador y del edificio aquél; otearon el horizonte y entrelazadas sus manos como siempre, se enfilaron hacia donde el sol caía lentamente hacia el oeste.

CAJÓN DE SASTRE

“Ellos tenían una farmacia y decidieron venderla porque no hubo más remedio. Habían vivido en un país donde un mago con un movimiento de sus manos desapareció la pobreza y la enfermedad; hizo un gesto y acabó con la injusticia y la corrupción; uno más y esfumó al crimen. Lo malo es que luego apareció un político que desapareció al mago. No quisieron quedarse para ver que el político moriría más tarde como mueren los mosquitos: entre aplausos”, termina el relato la irreverente de mi Gaby.

placido.garza@gmail.com