Los sueños a veces sueños no son, II

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Los sueños a veces sueños no son, II

Ésta es una historia de amor. Por lo tanto es muy corta. Ninguna historia de amor es larga, ni siquiera las de amor eterno. Don Carmen, el hortelano del huerto de mi abuelo, va todas las tardes a la panadería. No va en busca del pan de la merienda. Va en busca de la cuñada del panadero. Esa muchacha es lo mejor que hay en la panadería.

Es alta y es robusta. Tiene brazos de molinera, como se dice de la mujer de brazos gruesos, y piernas capaces de sostener una catedral. Su pecho es opulento; su caderamen podría servir al mismo tiempo a tres Escuelas de Enfermería para que sus alumnas aprendieran a poner inyecciones. Y es guapa la muchacha, en los dos sentidos en que el pueblo emplea el calificativo “guapa”: es bonita y es buena para los quehaceres de la casa.

Una tarde don Carmen ve llegada la ocasión. El panadero anda dentro, revisando no sé qué cosa de los hornos. Tampoco está la mujer del panadero. Y no hay clientela en la panadería. Están solos don Carmen, señor de 60 años, viudo, y aquella fuerte mujer de 30 años, soltera. O, más bien dicho, solterona ya a los ojos de su familia.

-Anoche tuve un sueño -le dice don Carmen a la muchacha, que se afana tras el mostrador.

-¿Qué soñó? -pregunta ella.

Y don Carmen, con la segura voz de quien sabe lo que quiere:

-Soñé que me quería casar con usted, y que se lo decía.

La muchacha, sin pestañear, da su respuesta:

-Pos venga mañana, a ver qué sueño yo ‘ora en la noche.

Al día siguiente va don Carmen y llega -suerte de enamorado- cuando otra vez está sola la muchacha.

-¿Soñó anoche? -le pregunta.

-Sí soñé.

-Y ¿qué soñó?

-Soñé que le decía que sí.

Asunto que se arregló. Esa misma noche don Carmen se presenta en la casa del panadero vestido con un traje oscuro de dril, el mismo con el que enterró a su esposa hace ya mucho tiempo.

-Soñé que me casaba con su cuñada -dice al hombre-. Y ella también soñó que se casaba conmigo.

-Pos qué soñadores -comenta el panadero sin cambiar de expresión.

-Y usté ¿qué dice? -inquiere don Carmen.

-Yo digo que nadie debe estorbar los sueños de la gente -declara el de la panadería sin alterar el gesto de su cara.

Frase más sabia no habría podido pronunciar ni Sócrates, que era muy bueno para eso de decir frases sabias.

Nada más lo que duraron  las amonestaciones esperaron los novios antes de casarse. En la huerta fue el desayuno de las bodas, bajo de una enramada hecha por el propio don Carmen con ramas de ciprés. Yo fui a ese desayuno. Nos dieron chocolate, abundancia de pan de azúcar y unos dulces de leche en forma de peritas que hizo la novia para los invitados.

Don Carmen -ya lo dije- tiene 60 años. Su joven esposa tiene 30. A los dos meses de casada ella queda en estado de buena esperanza. Cuatro meses después muestra las evidentes señas de un próspero embarazo. Los vecinos sonríen bajo su sayo: ¿papá don Carmen, ese viejo sesentón?, y las vecinas se aconsejan -así se dice de la murmuración y el chismorreo- en las esquinas.

En la penumbra de su cuartito en la huerta don Carmen y la muchacha se ríen de esas risas.

-Déjalos -dice el recio hortelano a su esposa-. Tú sabes lo que tienes.

-No -lo corrige ella con picardía de ranchera dándole con el codo en la barriga-. Sé lo que tienes tú.

Y ríen los dos, y su risa se confunde con el gluglú del agua que sale de la fuente.