El General Pantaletas

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El General Pantaletas

Eran tiempos difíciles, hay que reconocerlo. Todos los tiempos son difíciles. La verdad es que no hay pretérito perfecto. Pero hay tiempos más difíciles que otros. Ocupaba la Presidencia de la República don Plutarco Elías Calles. Este señor inventó muchas cosas. Inventó, por ejemplo, el PRI. O lo que ahora es el PRI. O lo que fue el PRI y ahora ya nadie sabe qué es. También inventó el Banco de México. Antes México no tenía Banco de México. ¿Cómo le harían nuestros antepasados sin devaluaciones?

También inventó don Plutarco los destierros diplomáticos. Se usaba que nuestros representantes fueran poetas como Amado Nervo, o escritores como don Alfonso Reyes, que no era poeta pero siempre quiso serlo. A Calles se le ocurrió usar como sitio de destierro todo el concierto de las naciones civilizadas.

Enviaba en calidad de embajadores a sus indeseables. ¿Que un político había dicho no, o quién sabe, en vez de sí? Don Plutarco lo nombraba embajador en China. ¿Que un general había mandado preguntar a San Antonio -la ciudad, quiero decir- el precio de los fusiles de repetición? Don Plutarco lo hacía agregado militar en Timbuctú, y eso que ni siquiera sabía dónde estaba.

A un cierto general, algo revoltoso, lo designó embajador en Argentina. A poco de llegado el plenipotenciario se enteró -por razones de su oficio, claro- de una circunstancia sumamente interesante: en Argentina había escasez de pantaletas. Faltaban en Buenos Aires las delicadas telas con que se confeccionan esas íntimas prendas para dama. ¡Que problema! Díganme ustedes si eso no es tema para escribir un tango.

"Pebeta / ¿por qué no traes pantaleta? / Caneta, / pareces del arrabal. / Pebeta / sin pantaleta / cuando vas por la banqueta / con tu paso de coqueta /se te ve la credencial”.

O algo así; esto es una mera improvisación.

El General embajador, con el fino olfato que los generales tenían en aquellos años, se dio cuenta de que ahí había un nicho de mercado, como se dice en el argot mercadotécnico de nuestros tiempos.

Así pues, envió un mensaje urgente a su señora y le pidió que a vuelta de correo, en la valija diplomática, le mandara una buena cantidad de pantaletas. La señora se amoscó algo por el pedido, pero fue al Centro Mercantil -calle de la Palma- y adquirió varias docenas de esas prendas, a muy buen precio, de mayoreo. En Buenos Aires el General hizo correr la voz de que en la Embajada de México se podían conseguir pantaletas, y bien pronto las damas de alta sociedad –fifís- acudieron a comprarlas. Carísimas, es cierto -a precio dólar- pero así es la ley de la oferta y la demanda.

¿Se enriqueció en unos cuantos meses el señor Embajador con ese singular comercio, ilícito ciertamente, pero benéfico para el sector femenil.

Cuando el asunto llegó a oídos de Calles quitó de la embajada al General. Si lo cesó para hacerse cargo él mismo del negocio es asunto que sólo la Historia podrá dilucidar. Lo que yo puedo decir es que el cesado embajador fue conocido desde entonces, y hasta el final de sus días, con el singular apodo de “el General Pantaletas”.