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Hacerse visible frente a miopías
Eso de la visibilidad se menciona ahora con frecuencia.
Hacerse visible parece un anhelo en los ámbitos familiares, en las empresas, en las instituciones, en la vida social y política. No ser invisible. No pasar desapercibido. No sentirse ignorado.
Hay hasta cursos para que un escritor pueda hacerse visible. Para que se den cuenta los lectores de su originalidad. Se han multiplicado los ojos en estos tiempos de cámaras de vigilancia, de cámaras en todos los teléfonos. Sin embargo, hace falta la mirada atenta y no miope. La mirada que no solo atisba con ojeadas apresuradas.
Las mil ventanas de esa plaza pública que son las redes sociales se abren y se iluminan, se adornan y matizan gritando “aquí estoy”. Las grandes ciudades parecen fomentar el anonimato, la extrañeza, la no sana distancia y, claro, la incomunicación. Hay etnias habitantes de periferias y altas sierras que viven en endémica invisibilidad. Hay población afro-mexicana en algunas costas que parecen desnacionalizadas y han quedado ocultas a la vida nacional.
Pero también muy cerca hay esposas invisibles, adolescentes invisibles, empleados y trabajadores cuya visibilidad es nula. En la nueva normalidad se requiere una mirada nueva, perspicaz y circunspecta (que ve en redondo) para superar una miopía inhumana e insolidaria.
¿COMPETIR O COMPARTIR?
Los sistemas deshumanizados han creado el binomio de ganadores y perdedores. Se convierten los ambientes en sitios de competencias que generan individualismos y sectarismos tumorales que tachan lo orgánico integral. Después de las experiencias pandémicas en que hubo lecciones muy claras de los riesgos comunes, de las insuficiencias y las impotencias generalizadas, a pesar de los progresos tecnológicos, el competir ha de convertirse en compartir.
Es el “yo estoy bien-tú estás bien“ del análisis transaccional. Es el ganar-ganar que se busca en los tratados internacionales. Ni socialismos despersonalizantes ni capitalismos excluyentes. Ya aparece como ideologías trasnochadas, anacrónicas, inoperantes. En la nueva inmunidad se reinventa una forma superior de convivencia que no intentará ganarle al otro, sino ganarlo para compartir sin competir.
LA SONRISA DE LA MIRADA
Causó hilaridad el cartón del selfi en que el fotógrafo talibán pide sonrisa a la mujer embutida en tela negra desde la cabeza hasta los pies. Ahora eso que llaman “cubreboca” o mascarilla, oculta también las sonrisas. Cuando hay un cruce de amistad se aprende a sonreír con la mirada. Era habilidad y don de algunas personas privilegiadas; pero la necesidad ha ampliado esta destreza visual y ya hay por ahí muchas miradas sonrientes que desterraron los ceños habituales. Cuando lleguen a descubrirse las desentrenadas bocas, seguirán los ojos asumiendo la encomienda de expresar la amistosa alegría de encontrarse en el camino, supliendo, con destellos, lo que falte a la curvatura labial.
EL CAMINO ES LA META
Un buen hábito que generó la confinación ha sido el desaceleramiento. La falta de movilidad propició la atención, la contemplación, la admiración y el disfrute de todo lo que solo era un medio insípido para alcanzar un fin.
Ahora se va entendiendo el camino como meta. Se aprecia más lo que se va encontrando a cada paso, en lugar de tener la atención clavada en la estación de llegada, menospreciando el paisaje. El alto descubrió el valor del camino como aventura existencial. Se avivó la capacidad de disfrutar lo pequeño, lo cercano y lo inmediato. Ya la obsesión del rumbo no exagera la velocidad, sino produce una lentitud que no es perezosa sino contemplativa.
Sigue siendo importante el llegar. Pero ya puede evitarse que la urgencia de alcanzar la meta se robe el encanto del caminar disfrutando. Ya no solo decir “gracias” por objetivo logrado sino llevar, como equipaje, las gratitudes por las sorpresas del viaje existencial...