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Café Montaigne 162
Le voy a decir primero dos verdades las cuales, de tan sentido común, pecan de ser pendejadas. Pero necesarias. Y sentido común e inteligencia común y corriente, es lo ausente hoy en la vida cotidiana de México. Van: quien debe de usar cubrebocas es el enfermo, no el sano. Si acaso usted va a estar cuerpo a cuerpo cuidando a un enfermo, entonces sí, debe de usar tapabocas. Dos: quien debe de guardar reposo y cuarentena en su casa u hospital, es el enfermo, no los humanos sanos. Vamos a recapitular: el cubrebocas lo deben de usar los enfermos, no los sanos. Quien debe de estar aislado y en cuarentena es el enfermo, no los seres humanos sanos.
No lo digo yo. Lo dicen los especialistas, los científicos y los profesionales de la salud. El bicho chino es de contacto, no viaja con el aire. Usar el bozal es cosa secundaria. Estar aislado, en soledad y conectado full time en Internet es un mapeo de las grandes corporaciones las cuales ya tienen de usted todos sus hábitos, sus manías y hasta sus fotos denudo.
Los mojigatos –es un decir–, de Twitter o Facebook, bloquean fotografías de mujeres amamantando a sus críos o bien, censuran fotografías de mujeres las cuales han padecido eso demoniaco llamado cáncer de mama (muestran sus cicatrices donde alguna vez estuvo su pecho) pero, le dan vuelo al infinito a las fotografías de Spencer Tunick, quien bajo su proyecto de soft porno, “Stay apart together”, hizo desnudar a todos en Internet. Todos aceptaron gustosos. Los desnudos son públicos, los cuerpos eran privados, junto con sus miserias. Ahora las miserias son públicas. Hay un denominador común en la ingente cantidad de fotografías las cuales circulan en la red: todos los “modelos” usan bozal, cubrebocas, una especie de máscara del siglo XXI… Cubrebocas, bozal, máscaras.
Los cubrebocas han llegado para quedarse. Usar bozal, casi una máscara, es el signo de nuestro atribulado tiempo. ¿Yo lo uso? Sí y no. No hay contradicción alguna. Salgo a la calle y lo cargo en la mano por si algún policía me lo recomienda. Cuando voy al supermercado me lo pongo para entrar. Es requisito. Cuando estoy en mi residencia, nunca. Tampoco lo exijo a mis visitas. Insisto, lo debe de usar quien esté enfermo. No los sanos. Cuando voy a un restaurante, igual. Sólo lo uso cuando entro. Es imposible, creo, comer y beber con la máscara. No lo he intentado, pero ha de ser enfadoso.
La máscara, el bozal, el cubrebocas llegó para quedarse. Usted lo sabe, todo o casi todo lo interpreto o lo veo en clave literaria o musical. Veo el mundo y creo haberlo vivido antes, tiempo atrás. Veo el mundo y sus historias y creo, se escriben en la vida real al haber sucedido en el mundo de la ficción sólo tiempo antes. Muchas historias y anécdotas, creo, vienen de la sombra irreal de una ficción. Pero al final de cuentas, la ficción es más poderosa a la realidad y la moldea. Es lo cual lo afirmo ahora. Esto ha pasado con la llegada del virulento bacilo chino.
ESQUINA-BAJAN
Usted lo sabe, siempre he llegado tarde al banquete de la cultura en general. Aunque trato de verlo todo, leerlo todo y escucharlo todo, se necesitan varias vidas disponibles solo para el placer de nuestros sentidos. Lo anterior me ha pasado con un autor soberbio al cual debí de haber leído hace tiempo, pero no, no le había hincado el diente: Giovanni Papini. Hoy lo estoy haciendo. Tiene 64 años de estar muerto. Para efectos prácticos entonces, en el mejor sentido del término, es un clásico. Fue una piedra de escándalo y toque para sus contemporáneos. Hoy, sigue vigente. Es un clásico. Intemporal.
A Giovanni Papini se le detesta y se le sigue admirando. A partes iguales. Creo recordar quien alguna vez me habló gozoso de su lectura, fue el periodista Jesús Carranza. Hoy leo con atención y lápiz rojo en los márgenes dos de sus obras (son las cuales he conseguido en librerías en Monterrey) y una sucinta biografía de él. Son: “El diablo” y “Gog”. Ambas, en buenas traducciones las cuales traslucen el lenguaje y el estilo virulento y cínico del esteta, autor de un libro fundamental para muchos lectores: “Historia de Cristo”. El cual no, no tengo ni he leído.
Leo “Gog”. Libro escrito en jirones; pequeños, breves capítulos (más de 70) donde bulle su cinismo y su inteligencia debocada la cual no da tregua ni ofrece consuelo. No hay calmante alguno entre un texto y otro. Todo es materia inflamable para el escritor. Admirado por Jorge Luis Borges (quien no duda en confesar de haberlo casi plagiado en algunos textos) y Juan José Arreola, quienes lo tuvieron como santo tutelar en sus propuestas de escritura, Giovanni Papini en “Gog”, tiene un capítulo deslumbrante. Bueno, la mayor parte de ellos se pueden leer de muy diversas maneras y aristas. Le decía de uno, se titula “Las máscaras” (página 53. Sigo la traducción de Mario Verdaguer de 1931 y publicada para editorial Éxodo).
Aquí, Papini encarnado en su personaje, Gog, un millonario gringo nacido en Hawái quien lo busca todo y lo persigue todo, en visita a Nagasaki, al comprar tres máscaras japonesas antiguas, se pone a disertar sobre ello. Crea todo un andamiaje filosófico sobre el uso de las máscaras. Como hoy lo son los bozales (cubrebocas, pues). El autor se lamenta de la decadencia de las máscaras: “(hoy sólo las usan) los bufones de carnaval, los bandidos y los automovilistas de carreras”. Texto visionario y duro, Papini habla del deber de adoptarlas universalmente, como un aditamento más, como los guantes o el vestido. Las clasifica en máscaras higiénicas, estéticas, morales, educativas…
LETRAS MINÚSCULAS
¿Lo notó? Son los bozales usados en la calle: cubrebocas feroces, con hilillos de sangre, la imagen de Anonymus, los dientes de un gorila… dice Papini: “Cada uno de nosotros podría escoger para sí la fisonomía que más le gustase…” la realidad le ha copiado a Papini.