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El juez P
Hasta donde alcanzan mis conocimientos, que no es mucho alcanzar, nadie se ha ocupado en hacer el elogio de la letra N. Y sin embargo su utilidad es grande. En matemáticas esa letra representa lo indeterminado. Y para representar lo indeterminado hay que joderse. “A la ene potencia”... Es decir, sepa la... “Enésimo” se dice del número indeterminado de veces que se repite algo. “Por enésima vez les pido que sean exactos y precisos como yo”.
Otro uso tiene la letra N. Se emplea para nombrar a alguien sin decir su nombre. Eso también tiene su gracia. Los novelistas españoles del siglo antepasado escribían por ejemplo: “La duquesa N”. Eso quería decir que el escritor sabía quién era la duquesa, con nombres y apellidos, pero se los guardaba, y a los lectores que los meara un perro. En el caló de las antiguas agencias del Ministerio Público las letras “RR” significaban “Ratero reconocido”, y “NN” equivalía a “No nombre”. Cuando fui yo reportero de policía en “El Sol del Norte” iba a la morgue del hospital civil. Ahí veía cadáveres cubiertos con una manta percudida. Asomaban los pies descalzos del hoy occiso, y si era un desconocido le amarraban en el dedo gordo del derecho una etiqueta que decía: “NN”.
-Trae al nene –le pedía el médico forense a su ayudante cuando iba a hacer la autopsia.
Pues bien: esta historia trata del juez N. No es que yo sepa el nombre y me lo guarde, como hacían don Juan Valera o don Benito Pérez Galdós. Lo que sucede es que la anécdota que narraré es atribuida por lo menos a tres jueces del ayer, y no es cosa de ponerse a averiguar cuál es el verdadero protagonista del relato.
El caso es que llegó un día el señor juez a su juzgado. Le tocaba presidir esa mañana un cierto juicio que había convocado la atención del público, motivo por el cual la sala de audiencias se veía llena.
-Miré a mi esposa por la calle con ese señor –manifestó el demandante– y pensé que me engañaba.
El juez lo amonestó.
-No debe uno dejarse llevar por el primer pensamiento que venga a nuestra mente. Mire usted: al llegar hoy al juzgado me di cuenta de que me faltaba mi reloj de bolsillo. Pensé que me lo habían robado, o que se me cayó por el camino, pero luego recordé que hoy por la mañana, como salí de prisa, lo dejé en mi casa, en el cajón del buró, junto con el encendedor, que olvidé también.
Esa tarde, cuando el juez regresó a su casa, le preguntó su mujer:
-¿Quién era el hombre al que mandaste por tu reloj?
-¿Mi reloj? –se asustó su señoría–. A nadie mandé yo por mi reloj.
-Cómo no –replicó la mujer–. Un hombre vino a decirme de tu parte que habías olvidado el reloj y que te lo mandara.
-¡Dios mío! –se consternó el desdichado–. Y tú ¿qué hiciste?
-Pues se lo dí –respondió ella–. Me dijo exactamente el sitio en que lo dejaste, en el cajón de tu buró, junto con el encendedor, y por eso no dudé ni por un momento de que era un enviado tuyo.
“El juez N”, escribí... Mejor debí haber escrito: “El juez P”. La P es también una letra muy útil, y muy significativa.