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Pa’ vergüenzas no saca uno
Este Saltillo... Así se llamaba la columna que escribía don Eduardo L. Fuentes, inolvidable poeta y periodista. Título afortunado es ése: por él daría yo todos los que en mi vida he inventado. En sólo dos palabras don Eduardo sugería lo rara que es nuestra ciudad, sus caprichos, sus peculiaridades, sus defectos... Este Saltillo... La frase ha de decirse con un suspiro de resignación.
Armando Manzanero, el gran compositor, tiene otra frase referida a la ciudad en que vivimos:
-Remember Saltillo.
Me contó el autor de “Somos Novios” que una vez vino a actuar aquí. Ya era conocido, sus canciones se cantaban en todas partes. Ya era, en suma, Armando Manzanero. Fueron a escucharlo 14 personas. Desde entonces, me dijo el gran compositor, cuando el sitio donde va a actuar no se ve lleno, se dice a sí mismo:
-Remember Saltillo.
O sea: por mal que esté la cosa aquí, no está tan mal como aquélla de Saltillo. Decir eso le sirve de consuelo.
¿Qué pasaría con Saltilllo? La gente de la farándula le tenía miedo. Nuestra ciudad cobró fama de peligrosa para artistas y empresarios. El último caso que justificó ese temor fue un triste suceso relacionado con una presentación aquí de Marga López. Extraordinaria actriz es ella, gran figura del cine nacional, estrella también de la televisión. Era “una leyenda viviente”, para decirlo en términos artísticos. Y sin embargo la función en que iba a actuar hubo de suspenderse. Menos de 50 boletos se habían vendido. Aunque la señora insistía en actuar, su representante no quiso que se fatigara en una actuación que tan escaso público iba a ver.
Recuerdo los felices años en que las compañías artísticas venían con gusto a esta ciudad. Los teatros se llenaban siempre, y muchas veces había que alargar las temporadas. “El Mártir del Calvario”, primero con Enrique Rambal y luego con Germán Robles, duró en escena más de un mes, con funciones diarias a tarde y noche. Lo digo porque actué como extra en la obra. Pepita Embil, que venía a cantar una zarzuela, terminaba cantando cinco o seis... Los actores y actrices de carpas –la Tayita, la México, la Rodoberti– buscaban casas para vivir, y no hotel, porque su estancia aquí se alargaba durante casi todo el año.
Claro que entonces no había televisión. Pero en todas las ciudades la hubo luego, y ninguna presentaba los riesgos de Saltillo. Además todos tomaban las cosas con tan buen humor como don Plácido Domingo, padre del gran tenor del mismo nombre. Con su esposa, la ya citada Pepita Embil, actuaba una noche de mucho frío en Monterrey. Al Teatro Lírico, enorme galerón que era en verdad un cine con cupo para mil personas, habíamos asistido menos de un centenar de espectadores. En una escena don Plácido, que la hacía de jardinero, le pedía un beso a Pepita, quien desempeñaba el papel de la criadita de la casa. Ella, recelosa de que su patrona la fuera a ver, le preguntó tímidamente:
-Pero ¿estamos solos, Teodorico?
Se adelantó don Plácido al proscenio, se puso una mano sobre la frente a modo de visera, y luego de recorrer con la vista el vacío lunetario exclamó:
-¡De a madre!
La carcajada del público fue estruendosa, y una ovación dio respuesta a la ingeniosa salida de don Plácido.
Memorias son éstas que me han venido con el encierro del coronavirus.