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Chocolaterías
Cada vez que iba a Oaxaca, antes de que nos cayera la plaga que nos cayó, cumplía un solemne rito: en el hotel que está donde estuvo el antiguo convento de Santa Catalina de Siena me tomaba un chocolate. En agua, como lo sirven allá.
Luego iba al mercado de la ciudad, y en una de las viejas y tradicionales chocolaterías que funcionan por ahí pedía que me prepararan la sabrosa mixtura del cacao con los finos sabores de la vainilla y la canela. Se ha perdido en Saltillo la costumbre del chocolate. Antes –hablo de los mediados del pasado siglo- era obligado en el desayuno y la merienda. Todo mundo tomaba chocolate.
Éramos una ciudad chocolatera. Entonces había tiempo para consumir cinco alimentos en el día: por la mañana, tempranito, el desayuno; luego, un poco más tarde, el rico almuerzo; después, al mediodía, la comida; a las 5 ó 6 de la tarde, la merienda, y por la noche la cena, moderada, pues todos seguían la salutífera y bien conocida enseñanza: “Desayuna como rey, come como príncipe y cena como mendigo”.
El desayuno y la merienda consistían en lo mismo: una taza de chocolate con pan de azúcar. Al chocolate se le atribuían virtudes de todo orden: hacía que los niños se acabaran de criar bien; fortalecía a los adultos para los menesteres diurnos y nocturnos; a las señoras les quitaban achaques; calentaba la sangre de los viejos; a todos en general daba vigor.
Yo, chiquillo enteco y escuchimizado, debía tomar mi chocolate como quien toma medicina. A pesar de eso conservé el gusto por la salutífera bebida. Ya no tenemos tiempo para el chocolate.
El de metate ya no existe. Utensilios obligados eran antes en las cocinas saltilleras el jarro en que se batía el chocolate y su correspondiente molinillo. Aquí no se hacía el chocolate en agua, como en Oaxaca, sino en leche.
Bien caliente, hirviendo, se ponía la leche en el jarro y luego se depositaba el chocolate, una o dos tablillas, según.
El calor de la leche y de la estufa y la enérgica acción del molinillo hacían que el chocolate se disolviera. Venía luego la obra de batirlo para que hiciera aquella noble espuma que coronaba como corona real la taza.
Podía consumirse aquella bebida pontifical a sorbos pequeñitos o, mejor todavía, sopeando en él pan dulce. Manjar divino era ése.
¿Cómo pueden ser niños los niños de hoy, si no encuentran ya en la mesa del desayuno, antes de ir a la escuela, aquella humeante taza que daba fuerzas para cumplir hasta las más ímprobas tareas, como por ejemplo aprender las tablas de multiplicar? ¿Con qué ilusión regresan a la casa después de concluida la jornada escolar si no los espera otra taza de chocolate, premio mayor por haber ido a la escuela sin refunfuñar?
Misterios son ésos que no alcanzo a descifrar. Por todo lo dicho, y en memoria de esas memorias, cuando iba a Oaxaca me tomaba un chocolate en el viejo convento de Santa Catalina de Siena.
O en El Moro, de la Ciudad de México, en la antigua calle de San Juan de Letrán. Después de todo a veces no soy tan malo, y bien merezco entonces, aunque sea de vez en cuando, una taza de chocolate, bendito sea el Señor.