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Pa’ los toros del Jaral...
Pete Gonzales –el nombre es inventado– murió en la más ridícula forma que se pueda imaginar. Regresó de la guerra de Vietnam e hizo el viaje a su pueblo de origen, uno de Veracruz, costero. Cuando llegó a la estación lo estaban esperando sus papás. Con ellos Pete echó a caminar, feliz, por la banqueta de la calle, que tenía piso de madera. Vio un anuncio colgante, y en su gozo se propuso saltar para alcanzarlo con la mano. “Pura puntada” habría dicho si hubiese sobrevivido a ese salto, que verdaderamente fue mortal.
Saltó en efecto Pete Gonzales, y alcanzó el anuncio. Pero al caer en el piso de madera las tablas cedieron y Pete cayó al vacío. Por abajo iba una especie de río subterráneo. Las aguas arrastraron a Pete y se lo llevaron quién sabe a dónde diablos, seguramente al mar. Nunca más lo volvieron a ver.
Pete tenía un hermano loquito que se parecía mucho a él. A la mamá de Pete se le ocurrió una idea. (¿Por qué las ideas salvadoras vienen siempre de las mujeres?). En Estados Unidos dirían que el loquito era Pete. La guerra lo había trastornado. Así lo hicieron. Regresaron con él al otro lado, y nadie se cuidó de investigar. Los papás de Pete –que en paz descanse– empezaron a recibir la pensión de veterano de su hijo y otra muy buena cantidad aparte, destinada a los gastos de atención psiquiátrica del pobre enajenado.
Un día éste murió. Los papás se lo llevaron sentado en la camioneta, como dormido; lo pasaron a México y en Reynosa arreglaron el sepelio. Luego se consiguieron otro loquito ahí mismo –la familia se los cambió por la camioneta que llevaban, una Chevrolet 56, color café–; volvieron con él al Valle y siguieron cobrando sin problemas la pensión y lo demás.
Decía el papá de Pete:
-Es a cuenta de lo de Texas.
Se refería al despojo que nos hicieron los americanos cuando la guerra del 47.
Mes tras mes se recibían los cheques. Pero dichas tan grandes nunca suelen durar. Un día llegó un militar y dijo a los papás de Pete que el Army había detectado ciertas irregularidades. Iba a tomar las huellas digitales de su hijo. Los papás de Pete le sirvieron al enviado una limonada –cerveza no quiso– y le pidieron que esperara unos minutos. Quizá tardarían un poco, le dijeron, pues su hijo, pobrecito, estaba un poco trastornado y su manejo no era fácil. Tomaron la caja de hojalata donde guardaban sus ahorros –en ningún banco confiaban, no fuera a repetirse lo de Texas–; se salieron por una ventana; callandito subieron a su coche y regresaron a México. Desde luego no se cuidaron de cargar con el loquito. Vivieron el resto de sus días como magos americanos. En cuanto al loquito, el Tío Sam tuvo que hacerse cargo de él. Eso les pasa a los gringos por andar investigando. Y por haberse robado Texas.