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Adiós a los desfiles
A mediados de los años cincuentas murió aquí un joven gay muy estimado. Sus amigos hicieron publicar una esquela en “El Diario” de don Benjamín Cabrera:
“Con pena y todo participamos...”.
Pues bien: con pena y todo me enteré de que quizá ya no vaya a haber desfiles, ni militares ni deportivos ni de ninguna clase. Otro cualquiera en mi caso se hubiera echado a llorar. Yo, cruzándome de brazos, dije que me daba igual... Hay tradiciones que mueren de inanición. Esta de los desfiles es una de ellas. Las tradiciones, ninguna duda cabe, son muy tradicionales, pero llega el momento en que algunas quedan vacías de sentido, huecas por dentro y por fuera, si cabe la expresión. Entonces deben desaparecer. Y en este caso, la verdad sea dicha, no habrá nadie que sienta su desaparición.
Los desfiles del Primero de Mayo, por ejemplo, llegaron a ser una mera liturgia carente de significación. Se hacían porque debían hacerse, nada más. Para todos constituían una molestia. Si los trabajadores asistían a ellos era por la misma razón por la que los conscriptos cumplían el servicio militar: porque se les obligaba a ello. Los trabajadores también eran obligados por sus líderes a participar en esa marcha y a cargar mantas con inscripciones ritualistas, peticiones repetidas ad guácara —o sea ad nauseam— y protestas puramente simbólicas y expresadas con mucho cuidado para no ofender a nadie.
También las autoridades se daban a todos los diablos por tener que presidir de pie aquella larga procesión. Los altos funcionarios se la pasaban viendo el reloj cada minuto y oteando con ansiedad el horizonte desde el templete o el balcón a fin de ver si todavía la cola era muy larga. Mientras hacían eso pensaban en una cerveza helada o en irse a la casa para echar una buena siesta.
El resultado final siempre era el mismo. Todo mundo acababa cansado, asoleado, empolvado, sudado y encorajinado. En cierta ocasión el rey Fernando Séptimo envió a su esposa a tomar ciertas aguas milagrosas, pues la augusta señora no salía embarazada por más esfuerzos que hacía el soberano. Había una fuente llamada de San Serenín del Monte, cuyas aguas, decíase, tenían la mirífica virtud de conseguir que las mujeres quedaran en estado de buena esperanza.
Fue la reina, entonces, a procurar las aguas de esa fuente, a la cual solo se podía llegar a lomo de mula, porque la ermita de San Serenín estaba donde da vuelta el aire, en una montaña llena de quiebros y barrancas. Cuando la soberana regresó a Madrid el rey Fernando le preguntó con ansiedad:
—¿Vienes embarazada?
—¡Vengo jodida!— bufó la ilustre dama ante el asombro de los cortesanos.
En esa misma condición, jodidos, llegaban a sus casas los que desfilaban el Primero de Mayo. Aquello era como participar en una cabalgata, pero a pie. Yo tengo para mí que el resto del año los trabajadores no trabajaban ya, agotados como habían quedado por el desfile. Así las cosas, solo se aprovechaba para fines productivos el periodo comprendido entre el día 2 de enero y el último de abril, descontada, naturalmente, la Semana Santa. El resto del año era para reponerse. Qué bueno, entonces, que se haya acabado ese desfile y que se acaben todos los demás. Hay de tradiciones a tradiciones. Las que no sirvan para nada deben desaparecer. Hagamos de esto una nueva tradición.