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¡Ah, la muerte!
No hay defensa contra la muerte. Llega cuando quiere, a la hora que quiere y de la manera menos esperada. Vaya, así es la muerte con todo su poder de otro mundo. En el mediodía de su vida, para decirlo en términos cervantinos, murió el narrador y ensayista Ignacio Padilla (Ciudad de México, 1968). Murió en un accidente de automóvil en la carretera. Al parecer, cuando iba a Guadalajara, Jalisco. Ya los detalles son menores, el narrador está muerto. Y con su muerte, repito, en pleno mediodía de su existencia, vino a recordar (nos) de la efímera vida, vino a recordarnos que la vida eterna es un soplo, una voluta de humo, nada…
Ese día de su infausta muerte (sábado 20 de agosto), yo venía en un traslado en un autobús de segunda categoría (ya no hay de tercera clase) en atestada autopista. Me alcanzó un mensaje SMS de mi hermano defeño, el narrador y poeta Armando Oviedo. El mensaje llegaba y no llegaba del todo por la escasa conectividad que tiene mi celular añejo. En minutos, se hizo presente. De no creerse. Era joven, 48 años y multipremiado a nivel nacional e internacional. Hoy no es el caso hablar de la calidad de sus escritos.
Había colaborado en varias instituciones educativas de renombre nacional (México, Jalisco, Puebla y en el extranjero como España). Creo recordar que incluso estuvo en la Embajada mexicana en Gran Bretaña. Padilla lo mismo aparecía en la revista “Hola”, posando con su familia en su biblioteca, que en “Letras Libres”. Así es hoy la cuestión de las letras y la fama. Se hizo rápido de un nombre en el mundillo cultural.
Recuerdo a Ignacio Padilla cuando en un viaje de tantos a la Ciudad de México, Armando Oviedo me invitó a un taller literario que por entonces se desarrollaba en un centro cultural del DF. Tanto Armando Oviedo e Ignacio Trejo le corrigieron, en esa mañana de café y plumones rojos, un texto que leía un joven con voz apresurada. Era Ignacio Padilla. Luego nos fuimos los de la tertulia a beber cerveza y tomar café a algún merendero de los que sobran en la capital de la República, que como un remolino aspira al País. Lo demás es historia. Padilla se consagró a escribir y a la academia y me voy enterando que publicó 30 obras. Caray, yo sólo recuerdo haber leído sus primeras letras. Dos o tres obras a lo mucho. Una de ellas, “Amphitryon”, aún hoy se consigue en las mesas de saldos a 10 o 12 pesos en las librerías. En Monterrey están varias en el Mercado Juárez. Oviedo me comenta que fueron compañeros en la Ibero Santa Fe por largo tiempo y que semanas antes de su muerte, habían coincidido en la Feria del Libro de Azcapotzalco. Su último abrazo.
Esquina-bajan
Sin duda, lamentable el deceso del narrador Padilla. Como cualquier muerte es terrible. Sea un obrero, un albañil, un padre de familia o los jóvenes que se suicidan a puños en la región sureste de Coahuila. Llama la atención que todo mundo haga referencia al escritor prematuramente muerto, como un escritor –digamos– químicamente “puro”. En un México eternamente de rodillas y con la cabeza gacha, con escritores controlados por el poder o acotados por dicho poder, ya no hay vocación crítica ni rebeldía como un accionar de vida cotidiano y menos como una propuesta viable de enfrentar al poder omnímodo y tiránico concentrado en pocas manos, mediante la siempre peligrosa labor de empuñar una pluma y arrastrarla sobre papel blanco.
Iberoamérica se ve compacta, dura, como un solo continente. Padilla lo recorrió en sus giras como literato o como hombre encimado en la política pública de Estado (parece que fue Embajador): un continente donde sucede la corrupción galopante de sus políticos (España, Venezuela, México, Colombia, Argentina, Brasil…), el ritmo sordo de matanzas y masacres (México, Perú, Colombia…), comunidades enteras arrasadas por el flagelo del narcotráfico (México, Guatemala, El Salvador…); todo, todo lo cual pasa frente a nuestros desorbitados ojos para inundarlos de dolor y llanto, rabia y no pocas veces de impotencia. Situaciones que obligan a contarlo y tomar partido.
No veo entonces este viso de libertad y rabia en las últimas generaciones y promociones de escritores (con excepciones, claro. Ínsulas, no camadas), los cuales son químicamente puros, pero sin voz ni crítica. No he leído el último volumen de Padilla el cual consagró a remarcar las letras de Miguel de Cervantes, el inconmensurable “Quijote de la Mancha”.
Libro ejemplar que inspiró a autores tan diferentes como Mark Twain, Marcel Proust, Stendhal, Fielding… libro que sigue moviendo conciencias y conspirando en favor de eso llamado precisamente libertad. El don y defensa de la libertad. Nada más. Pero nada menos.
Letras minúsculas
“Sin memoria y sin esperanza, vivían instalados en el presente”, Albert Camus. Caray, dura muy poco la vida eterna.