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Ajo
Es domingo por la tarde. Dos banderillas rosas ondean al viento, parecen custodiar un letrero que dice AJO. Y a un lado, armadas con troncos, alambres y algo de restos de madera, trenzas de ajos penden como cuerdas olorosas en la carretera federal a Monterrey. Así, a lo largo de los costados de asfalto, se repite lo que, para mí, tiene además la belleza de una instalación conceptual.
Si uno aguza la mirada es posible observar no solo letreros y estos frutos de la tierra, también contemplar a un hombre mayor en camisa a cuadros, sentado bien derechito en una silla de madera, con las montañas al fondo y una dignidad serena, mirando a la nada, en espera de que alguien se detenga y le compre ajos. O más delante, a dos mujeres y una bebé en una carriola, resguardadas del sol en una enramada, a un lado de sus ajos.
Son seis meses los que tarda la tierra en dar los ajos, dice José Moreno. Y señala detrás suyo. Allá, al fondo está el ejido Las Coloradas, de donde proviene todo lo que hay en esta carretera.
Y Felícitas Moreno dice que a este ajo no le ponen químicos y dejan descansar la tierra seis meses, para luego volver a sembrar. Por eso es tan bueno este ajo. Y les dura todo el año en buen estado, a diferencia de los que venden en otros lados, porque les ponen fertilizantes y químicos y a los tres meses “ya se andan echando a perder o tienen hongos”.
José dice que los traileros compran las cabezas de ajo más pequeñitas, esas que cuando se siembran, casi no se les remueve la tierra, entonces la tierra las aprisiona y no deja que desarrollen tanto tamaño, así pueden tomarlas como pequeñas píldoras para una infinidad de males y tratamientos.
Felícitas tiene 31 años vendiendo ajo, y dice que antes era más fácil cultivarlo porque el agua de los ríos bajaba de las montañas por entre los cañones y llegaba bien, pero luego que se propusieron entubarla, tienen qué revisar a cada rato que las tuberías no se rompan, o también, que no las rompan, para que el agua llegue hasta la siembra y los invernaderos que tienen.
Hasta estos parajes vienen del mercado de abastos de Monterrey, además de los automovilistas o los traileros. Miramos las hileras de ajos, algunas todavía tienen algo de tierra entre los dientes. Le compro algo pequeñito que es bastante para mí: dos trenzas pequeñas por 50 pesos a José. Pero también hay trenzas mucho más largas de 60 pesos hasta 180 pesos.
Pensar que el ajo está creciendo en la tierra, que piensa y piensa mientras las manos de sus sembradores de vez en vez remueven la tierra, la ablandan para que pueda extenderse hasta formar coronas muy grandes y blancas.
Pensar que como en el norte de Saltillo, por estos montes corrían arroyos que ahora corren en tubos de acero. Que ahora, mientras venden ajo lo que resta del año, los habitantes de Las Coloradas cultivan maíz y acelgas. Ver que traen en su piel el sol a plomo y el cariño por el ajo, ese aroma que da salud a la mesa.
Si tiene tiempo, querido lector, deténgase un rato y compre ajos. Son libres de químicos, están baratos; el dinero por entero llegará a quienes los cultivan. Y de paso disfrute la belleza de los letreros y el tejido de los tallos verdes de los ajos, que va perdiendo color hasta lucir el tono de las trenzas de nuestra abuela, en un café muy claro, o casi gris, cuando ya no queda nada de infancia, pero sí mucho sabor y mucha vida.