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Amor, dinero y ¡Salud!

La profesora Amelia Vitela viuda de García era maestra de Español en primer año de secundaria, en la Normal. Eso quiere decir que era también un poco mamá nuestra, pues sus alumnos no salíamos aún de la niñez. Y sin embargo nos hablaba de cosas de la vida que poco tenían que ver con la gramática de don Rufino José Cuervo. Un día nos dijo esto:

—En mis tiempos el muchacho que quería entablar relación con una joven le escribía una carta de amor. Lleno de timidez se acercaba a ella en el paseo y le decía: “Señorita: ¿Me recibe este papelito?”. Si hoy un muchacho le dijera a una chica: “¿Me recibe este papelito?”, seguramente ella le respondería: “¿De a cómo es?”.

El amor, no cabe duda, cuesta. Quien lo niegue es que no ha amado.  Mi amigo Horacio Campos, apodado “El Farol” por su estatura procerosa, le preguntó una vez en la Alameda a una gringuita muy potable:

—¿Hablas español?

—Un poquitou —respondió ella.

—¿Cuánto? —quiso saber Horacio.

—100 pesos —le contestó la güera—, y tú pagar el taxi y el hotel.

El amor trae consigo también cosas muy conmovedoras. Desgraciadamente con la edad se le quitan a uno las ganas de conmoverse, pues eso implica poner en ejercicio cierta sensibilidad. Achatado el sentimiento no te emocionas ya ni con la quemada del Torito en la película “Pepe el Toro”, del inolvidable Pedro Infante. Se vuelve uno sordo del corazón, como quien dice. Y sin embargo preocupa lo que debe gastar ahora cualquier muchacho para salir con su novia aquí, en Saltillo. Entre cine, palomitas, refrescos, hot dogs y un chocolate el infeliz eroga lo que en mi juventud ganaba yo en tres meses como reportero de “El Sol del Norte”. Y no digamos si lleva a la chica a un antro.

Cuando pensé en esto hice memoria. ¿Cuánto gastábamos nosotros en el cortejo de una ninfa? La Coca-Cola en “La Guacamaya” costaba 50 centavos. La entrada al cine, 1.25, aunque no vieras la película. Lo mismo costaba una hamburguesa en el “Élite” de aquel querido amigo, Chuy Martínez, o en el restaurante del Hotel San Luis. A lo mejor el amor salía tan caro ayer como hoy. La ventaja es que nuestras novias no sólo eran más modosas, sino también más modestas y fáciles de conformar. Si no traíamos dinero, con un paseo salíamos del paso. Íbamos a ver los aparadores, o a la Alameda, si había más confianza. Ahora ya ni siquiera hay aparadores, y a la Alameda no puedes ir, y menos en la noche. La última vez que estuve ahí recibí cuatro proposiciones indecorosas, una de ellas de mujer. Necesitas ser pato para estar en la Alameda y que no corra riesgo tu virtud. Y a lo mejor ni siendo pato, porque hay cada tipo…

En aquellos años todos éramos pobres. Lo bueno es que no sabíamos que lo éramos, y vivíamos todos felices. No había ni envidiosos ni envidiados. El dinero no contaba mucho.

Ahora tampoco: lo que cuenta son las tarjetas de crédito. Sin ellas la vida es imposible. Si llegas a un hotel y dices que vas a pagar la habitación en efectivo la muchachita de la recepción te mira como si fueras un gusano.

Amor o no amor, eso de “Contigo pan y cebolla” es una gran mentira, lo mismo ayer que hoy. Bien dijo en cierta ocasión Ernesto “El Chaparro” Tijerina:

—El dinero no compra la felicidad.

Y en seguida añadió con un gran sentido del realismo:

—Sobre todo si es poco.