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Análisis histórico, gramatical y hermenéutico de la mentada de madre
La mentada de madre supone el “oprobius máximus” en el lexicón nacional.
Es la mentada el insulto por excelencia, la afrenta definitiva, la última sentencia civil, empero, parte de una suposición arriesgada: Se dice que cuando Stanley Kubrick trabajaba en la adaptación del best seller del entonces novel Stephen King, “The Shining “ (El Resplandor), tenía súbitos ataques de duda y, sin importarle un rábano las diferencias horarias entre el Viejo Continente y América, telefoneaba al autor en el momento en que le asaltaban sus abruptas dubitaciones de genio:
“Las historias de fantasmas son básicamente relatos optimistas”, se cuenta que compartió el director con King en una de esas llamadas impertinentes: “Porque si hay fantasmas, se da por sentado que existe una vida después de ésta”.
Bien, justo así podemos estimar a la mentada de madre que, pese a constituir en nuestra cultura un insulto sin parangón, parte de la idea de que el destinatario tiene en efecto una madre (ello, aunque con toda seguridad se ganó el altisonante imperativo precisamente por no exhibir prueba alguna de la existencia de la autora de sus días).
Dicho en otras palabras: La mentada de madre será la injuria mayúscula del mexicano, pero a algunos especímenes infrahumanos, de tan vil naturaleza, hasta un favor les representa, pues se asume que tienen (o tuvieron) mamacita.
Apuesto que ahora que hablamos de mentar madres, los lectores de esta columna evocarán a cierto ejemplar en particular, aunque por supuesto cada uno puede tener a sus propios favoritos a los cuales considere que la refrescante evocación materna les acomoda de nacimiento.
La mentada es una invitación (más bien un exhorto) a que el sujeto (tácito, pero real a no dudar) se aparee con el objeto directo, lo que no nos debería entrañar el menor problema gramatical (por mí que el sujeto fornique con el predicado entero si así le apetece -son adultos, saben lo que hacen, pero por favor ¡protéjanse!-).
Se convierte realmente en un problema cuando el complemento sobre el que recae la acción del atronador verbo en cuestión es la progenitora del núcleo del sujeto (otra vez, implícito pero sustantivo a fin).
Por si ya se extravió en los laberintos de la lingüística, le recuerdo que el verbo es “chingar” (que increíblemente, me entero, no es un verbo copulativo).
Existe, no obstante, una modalidad básicamente retórica de la mentada de madre, reservada para los amigos más íntimos o bien, para aquellos cuyo trato cotidiano se ha vuelto tan áspero que apenas y representa una caricia verbal con la que celebrar las humoradas.
Pero no, a nosotros nos ocupa la mentada franca, diáfana y directa. La que por necesidad (no expresa una súplica, ni un consejo, sino una orden) se flanquea con estridentes signos de admiración.
¿Por qué la mentada cala tan hondo en el pundonor de los hijos de Aztlán? Vamos a dejar de lado por hoy (y pese a la fecha) toda la onda edípico-freudiana que ya está más que resobada. Sí, sabemos que la autora de nuestros días es sagrada y no queremos que se vea involucrada en pleitos de baja estofa.
No es una cuestión de honor. La agraviada nunca es ella. Cada vez que nos la recuerdan, nuestra madre ni por aludida se da. Lo más seguro es que esté en casa haciendo galletas o tejiendo chambras (ajá).
No, es el destinatario del insulto en realidad quien ha sido rebajado a una condición de vileza tal que el único acto pendiente para coronar su bellaquería sería el yacer con su propia madre (no me queda claro si por una retorcida obra de la seducción o por la fuerza, ninguna me suena menos terrible que la otra).
Sin embargo, repito, la mentada denuesta a su destinatario. Mentira que agravie a su tres veces señora. La mentada significa: “eres tan ruin que lo único que se espera ya de ti es que te folles a la misma que te parió, amamantó y crió”. Y estaremos de acuerdo en que efectivamente, habría que estar muy, muy abajo en la escala de la condición humana para ser tan calavera. Pasa que la mentada de madre manda a su destinatario directo al inframundo moral.
Es nuestro Diez de Mayo al mismo tiempo nuestro talón de Aquiles. Y por ello, la mentada de madre no deja de estar vigente como poderosa arma retórica. Úsela con inteligencia: No amague a las primeras de cambio y menos aun dispare en vano. No la emplee en exceso, o de lo contrario sus balas se verán debilitadas con cada disparo. Hay que tener puntería, pero también “timing”, accione el gatillo fuera de contexto y le explotará en la cara.
Eso sí, cuando alguien se la haya ganado a pulso y fuera de toda duda razonable merezca ser fustigado con este azote dialéctico, úsela sin miedo. Confío en su criterio y discernimiento para emplear este último recurso verbal de manera responsable.
Cuando se llegue el momento, párese frente a su interlocutor, haga contacto visual, llénese la boca de esa rabia reposada, mójese los labios, haga una pausa dramática y luego, sin darle tiempo de reaccionar espétele en una sola emisión catártica, como si se tratase de un solo pentasílabo: “¡Chinga tu madre!”.
Usted sabrá a quién, lo más seguro es que hasta le esté haciendo un favor, concediéndole al interfecto el beneficio de la duda respecto a si tuvo progenitora, o es hijo de la generación espontánea.