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Año viejo y Año Nuevo

Algunos le mentarán la madre al año que se va. Quizá el 2019 les trajo duelos y quebrantos: a lo mejor sus negocios fueron viento en proa, o ellos sufrieron rechazo de mujer, o les robaron algo, o sufrieron las consecuencias terribles de la inseguridad reinante. Otros dirán que el año estuvo espléndido: vieron crecida su fortuna; yogaron con la deseada fembra; fue mayor el cuaderno de las ganancias que el libro de las pérdidas...

Lo mejor que uno puede hacer al fin del año es no reflexionar acerca del fin del año. ¿Qué puede uno decir que esté alejado de las viejas palabras, de los clisés de siempre, de las frases tan hechas y deshechas? Acabas intentando recordar los sonetos de Novo, casi todos malos por ser de ocasión, o te pones a recitar “El brindis del bohemio”, lo cual es aún peor.

La verdad monda y lironda es que no hay años nuevos. En la arbitraria división del tiempo termina un año marcado con un número y sigue otro marcado con el número que sigue. Pero no hay cambio en la uniforme sucesión de días. Es igual el primer día de enero al último día de diciembre. Si estuviésemos en una isla desierta, o en la prisión de If, donde estuvo incomunicado por muchos años Edmundo Dantés, no sabríamos que un año había terminado y comenzaba otro. Los pájaros seguirían volando igual; el sol saldría a la misma hora y no se alteraría el rumbo de los astros en el Universo.

Donde sí podemos hacer un año nuevo es acá adentro, en las telas del alma. Así no caeremos en el realismo nada mágico de don Abundio, el viejo cuidador de nuestro pequeño rancho familiar. Cuando le dicen: “¡Feliz Año Nuevo!”, él contesta, hosco: “¿Qué chingaos tiene de nuevo?”.

Yo me imagino a Dios haciendo por estos días el año nuevo. Nos lo da en la forma de un gran reparto de barro de alfarero. Hacemos fila, y recibimos nuestra porción de arcilla. Eso es el año nuevo: barro. Algunos con ese barro harán preciosa alfarería; de otros saldrán informes batidillos, y no faltará quien use el barro para enlodar a otros. Es decir, para enlodarse. El mismo barro para todos, pero ningún alfarero igual a otro.

Vieja costumbre es acabar el año con propósitos. Yo no formulo votos ni promesas. Si los que no he cumplido me siguieran, andaría yo por el mundo acosado por una caterva de planes olvidados, ofrecimientos no cumplidos, fuerzas de voluntad muy desforzadas. Ya he dicho que no me hago propósitos de nuevo año. Me hago, si, propósitos de nuevo día. Soy como un doble AA de los propósitos: sólo por este día haré lo que debo hacer; sólo por hoy no haré lo que no debo hacer.

Tampoco me hago grandes propósitos. “Este año transformaré a la República”. “Este año me voy a convertir en hombre nuevo”. No. Esas grandes hazañas me dan flojera, me hacen bostezar. Pero sí digo: “Este día procuraré hacer mejor mi trabajo”. Y me esfuerzo en hacerlo. Al final del año veo mi alfarería y pienso que, a lo mejor, posiblemente, quizá, probablemente, después de todo mi barro no estuvo tan mal empleado.

Este día último del año doy gracias a Dios por el don tan hermoso de la vida. Si la tenemos ya es ganancia. Y si esa vida que recibimos gratuitamente la compartimos con los demás para su bien, entonces habremos merecido nuestra porción de barro. Hagamos fila, por lo tanto, frente al dispensador de esa moldeable arcilla que es la vida. Seamos diligentes alfareros que dan forma a su barro y lo decoran con los adornos de la belleza, el bien, la verdad y –sobre todísimo- el amor.