Comenta Adela Cortina: “(…) Ya no aparecen belenes, aunque sí Santa Klaus, porque es el que trae los regalos que ahora llegan también en Nochebuena… y después vienen los Reyes, el 6 de enero, con lo cual los regalos se multiplican infinitamente, resulta que, lo que a la gente le llega como anuncio de Navidad, no es el nacimiento del Niño sino catálogos para poder comprar. Y si a alguien se le ocurre, al llegar las Navidades, no entrar en esta dinámica y no regalar nada a la familia, al que te hizo un favor, al vecino… queda absolutamente mal y se convierte en un proscrito desde el punto de vista social. Se ha conseguido con esto que todos los rituales estén mediatizados por regalos y que la gente consuma”.
La navidad se ha convertido en un despropósito, el pesebre ha sido usurpado, el materialismo y su vástago, el consumismo, lo han convertido y multiplicado en coloridas vitrinas comerciales, en innumerables propuestas de comercios virtuales.
Hoy el consumismo ofrece la salvación total –por lo menos social y existencial– bajo el dogma “vivir la Navidad significa comprar para regalar”, bajo la creencia de que “si no eres capaz de regalar, no eres capaz de existir”.
El influjo navideño nace en la cartera y termina en la desilusión de la fugacidad del consumo. Los valores de “noche de paz y de amor”, que antaño daban sentido al 25 de diciembre, han sido crucificados. El sentido del nacimiento del “Niño-Dios” se ha mimetizado con el poder de compra de las tarjetas de crédito más atractivas y voluminosas.
La inmensa noche, en la que enmudeció la humanidad, se ha convertido en ruido, éxtasis y sinsentido. El niño permanece impávido en su humilde pesebre ante las gélidas e indiferentes miradas de millones de ardientes y frenéticos consumidores. Su mensaje de amor, fraternidad y misericordia, al igual que la presencia ignorada de millones de descartados, no tienen cabida alguna en las fiestas decembrinas.
‘INFLUENCERS’
¿Podría ser distinto? Nuestra época es imagen, máscaras y actuación. Innumerables personas dedican gran parte de su tiempo intentando obtener exclusivamente el éxito material en un mundo dominado por las apariencias; de hecho, y de alguna manera, nos la hemos arreglado para hacer del triunfo económico y la imagen –en un mercado que bien podría denominarse de la personalidad–, la meta final de la fugaz existencia humana.
Así fabricamos mil senderos para poder impresionar a los demás, infinitas son las formas que imaginamos para mejorar la imagen personal; ahora, interesan esos “influencers” del momento que no cesan de mostrar los pasos para despertar al gigante interior que supuestamente todos llevamos dentro y que nos hará aparecer ante los demás como una especie de “superpersonas”.
Los libros que abordan los temas para alcanzar toda clase de provisionales éxitos y que dictan un sinfín de recetas mágicas, se encuentran en los primeros sitios de ventas en las librerías.
En fin, las personas anhelamos saber cómo “ser” gente “bien”, tal vez porque tenemos la idea que la honra y reputación personal se encuentran profundamente relacionadas con lo que podemos poseer y presumir, con el auge logrado en ámbito del trabajo, o bien con el dinero que se puede acumular en el banco, o con el poder, o con la posibilidad de influenciar a los demás, o con la fama, o con otras tantas cosas absurdas.