Autoilusión complaciente

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Autoilusión complaciente

El concepto Navidad tiene su origen en la palabra natividad y evoca el nacimiento de Jesús, el Hijo de Dios, según los evangelios. La fiesta se celebró a partir del año 200 con Clemente de Alejandría, antes no se celebraba. No era un tema que les preocupara, había que darle orden a otras cosas.

La fecha del 25 de diciembre tenía que ver con fiestas no cristianas, que como otras tantas se capitalizaron para ir suplantando a las originales. Por ejemplo, en los pueblos europeos, siempre se celebró en este día la fiesta del Sol Invicto en el solsticio de invierno o el nacimiento de Saturno, según fuera el caso. Los nórdicos y germanos celebraban en este día el nacimiento de Frey, el dios Sol, y lo representaban con un árbol, de ahí la tradición del Árbol de Navidad que San Bonifacio instituyó por el Siglo 7 donde las esferas –que eran manzanas– representaban el pecado y las luces, en otro tiempo velas, representaban a Jesús.

La representación, en una aproximación a lo que hoy conocemos, la realizó Francisco de Asís en una cueva en Greccio Italia por 1223. Es la primera vez que aparece el Nacimiento. La idea original es la referencia a la Encarnación de Jesús que de forma misteriosa se encarna en el vientre de una Virgen, con un padre de oficio carpintero, en un pueblo que no figura, en un ambiente desagradable como lo es un establo donde no hay condiciones favorables para el nacimiento, entre animales y sin las más mínimas comodidades.

Para entenderlo mejor, un nacimiento sin lógica, contradictorio y a la inversa de lo deseable. Se entiende perfectamente que la idea se da en el pensamiento de Francisco de Asís, donde la pobreza era el ideal.

Con el avance del tiempo y de la historia, hoy nos encontramos con que en muchos estratos de la sociedad la Navidad no es más que la forma del fondo. Aguinaldos, pinos, regalos, esferas, adornos sofisticados, comerciales constantes para avivar la insaciabilidad del consumista, películas, pavos, santas, duendes, elfos, renos y la idea del Polo Norte son las formas periféricas que nos ligan con el nacimiento de Jesús.

La celebración se convirtió en un ejercicio de autoilusión complaciente donde pareciera que el festejado no es festejado o, como decía Francisco de Asís en el monte Alvernia, “el amor no es amado”. Es decir, en el afán de celebrar la navidad, otra vez; como en la mayoría de las fiestas en México, nos quedamos solamente en la parte que tiene que ver con la mercadotecnia, lo constante y lo sonante. La religión se ha vuelto un nicho y una parafernalia que usa el mercado para seguir allegándose de utilidades. Nadie ha frenado esta idea pragmática, consumista y ajena a la realidad originaria, muy probablemente porque así conviene a las instituciones que piensan que tienen el copyright de esta celebración.

En ese sentido, la autoilusión complaciente tiene que ver con la idea que tenemos entre lo que somos y creemos en relación con lo que hacemos. Por tanto, tiene una relación íntima con el doble discurso, la simulación, la incoherencia y la incongruencia.

Celebrar el nacimiento de Jesús, en una cultura como la nuestra, es bastante sencillo, porque de alguna forma resulta romántico y artístico. Acostumbrados a las telenovelas que nos recetan en la televisión nacional, no nos complica aceptarlo. Pero aceptar su mensaje que nos empuja a vivir en una sociedad incluyente donde los pobres, los migrantes, las madres solteras, los pueblos originarios y las minorías deben respetarse, es complicado. Aceptamos románticamente al mensajero, no el mensaje.

La Navidad, como toda fiesta cristiana en la actualidad, es la antítesis de lo que hoy celebramos. La navidad, nada tiene que ver con la compra y el gasto exagerado que nos recomiendan las leyes del mercado, sí con lo que implica el nacimiento de Jesús, es decir, con la idea de una sociedad justa, fraterna y solidaria, que viva en paz y que vea en el otro su autorealización. Lo demás simplemente se llama autoilusión complaciente.

fjesusb@tec.mx