Belize. O sea Belice

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Belize. O sea Belice

¿A dónde me llevaron mis andanzas de conferenciante antes de que las redujera la pandemia? Hace años me llevaron, más allá de nuestra frontera sur, hasta Belice. Puedo decir que he cruzado ya los dos ríos que limitan en parte a nuestro país por el norte y por el sur: el Bravo y el Hondo.

La verdad es que ni el Bravo es tan bravo ni el Hondo es tan profundo. Al primero le han quitado fuerza las presas y represas que detienen sus aguas. El río Hondo, por el que antaño navegaban barcos de regular calado, ahora está azolvado, y su profundidad da apenas para que vayan por él algunas lanchas.

Belice pertenece a la Mancomunidad Británica. Seguramente es una de las porciones más pequeñas y pobres del inmenso territorio que abarca todavía la corona inglesa. La capital de Belice no es Belice, sino un poblado muy poco poblado de nombre Belmopan, con menos habitantes quizá que Los Lirios, municipio de Arteaga. La principal ciudad de Belice es Belice, a la que hizo crecer su vecindad de México. Belice depende de los mexicanos, así como de los mexicanos depende toda la faja sur de los Estados Unidos. (Nada más nos falta ahora que México dependa de los mexicanos, y no de un solo hombre).

Si quieres imaginar la ciudad de Belice imagínate un tianguis grandote. Todo en Belice es tiendas, pues la ciudad es zona franca, de libre comercio sin impuestos. No necesitas visa ni documento alguno para entrar en Belice, ni te piden ningún papel cuando vuelves a México otra vez. La aduana de Belice es un tejabancito donde dos guardias de color, vestidos pobremente, dormitan sin ver siquiera quién pasa por ahí.

Sólo unas cuantas calles están pavimentadas; lo demás es polvo. Pero en las tiendas hay los mejores artículos del mundo, las marcas más famosas, los perfumes de más categoría, la ropa más fina, la electrónica más sofisticada. Lo que puedes hallar en Londres, Tokio o Nueva York lo puedes encontrar ahí. Es grande el impacto que te causa ver el contraste que hay entre la pobreza de la ciudad y de sus habitantes y el lujo y alto precio de los artículos que en las tiendas se pueden adquirir.

Casi todas esas tiendas son propiedad de mexicanos. México es para los beliceños lo que Estados Unidos es para nosotros: la potencia del norte. Una ley local obliga a los dueños de los comercios a que su personal sea 80 por ciento beliceño. La ley se cumple, pero inútilmente, pues resulta imposible entenderse con la gente local. En Belice se habla un inglés que nadie, y los ingleses menos que nadie, puede entender. Es un inglés digamos criollo, con mezcla de dialectos africanos ya olvidados y con las palabras inglesas pronunciadas de tal modo que casi no son inglesas ya. La palabra “yea”, por ejemplo, suena algo así como “a”, y “dollar” suena “dala”.

En aquella ocasión compré un bello juego de ajedrez labrado en las preciosas maderas de Belice, y compré también un aparato electrónico que reproduce todo, menos la especie humana. Y hablé con la gente. Con la nuestra que vive o trabaja allá, naturalmente, pues con los beliceños apenas por señas te puedes comunicar, y las que conozco no son comunicables.

No sé si algún día regresaré a Belice. Pero ya lo conocí. Y a más de lo poco que compré traje de ahí una extraña tristeza que todavía no me explico.