BOTTICELLI: ‘NATIVIDAD MÍSTICA’

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BOTTICELLI: ‘NATIVIDAD MÍSTICA’

Boticcelli resaltó en su época por su extraordinario talento para el dibujo, y a pesar de su fama murió en la desgracia a causa de sus derroches. / Archivo
Nuestro colaborado Javier Treviño nos escribe cómo el arte ayudó a fortalecer la ideología religiosa que hoy festejamos

Han llegado los tiempos últimos de que habla la Sibila:
Va a comenzar de nuevo el curso inmenso de los siglos.
De lo más alto de los cielos nos va a ser enviado un reparador.
Alégrate, casta Lucina, por el nacimiento de este niño,
Que hará cesar la Edad de Hierro, reinante hasta ahora,
Y extenderá la Edad de Oro por todo el universo... 

Virgilio, “Égloga IV”

Cuando de fe y de política se trata siempre es un problema entenderse. Sin embargo, y a pesar de algunas reticencias, me atrevo esta vez a escribir no sobre la fe sino sobre un tema recurrente en la historia del arte occidental: el nacimiento de Jesús, el Cristo.

Las reticencias se deben menos a la religión cristiana –la instaurada por la doctrina de Jesucristo- que a la Iglesia Católica y sus desmanes, retorcimientos y excesos históricos. A pesar de ellos -¿o gracias a ellos?-, el arte sostuvo en la Europa medieval, renacentista y barroca un insólito florecimiento.

Y para decirlo pronto, desde la época de las catacumbas el cristianismo inspiró una expresión artística que iría enriqueciéndose hasta alcanzar cimas abrumadoras en el XVII, gracias al Barroco y a vertientes colaterales, e incluso en siglos ulteriores.

La llamada Santa Inquisición y sus horribles crímenes, la traición a la doctrina original de Jesús, el saqueo de la filosofía platónica y neoplatónica, las tenebrosas alianzas con el Poder, el chantaje psicológico y emocional que durante siglos ha caracterizado a la Iglesia, y todo lo demás, que es bastante, oscurece la historia de esta vieja institución, que debería pedir perdón no sólo por lo infligido a Galileo Galilei y a la Ciencia, sino por muchas, muchas tropelías más.

En la Europa del siglo XVI y sus diversas colonias el arte religioso se debe a la doctrina cristiana difundida sobre todo por la Iglesia Católica. Son muchos los temas y los géneros que esta forma del arte adopta en este inmenso apartado, desde las artes visuales hasta la música, desde el teatro hasta la poesía, e incluyo aquí lo que algunos llaman el “arte popular”.

Otras corrientes del cristianismo prohíben la representación plástica de la Divinidad; la Iglesia, por el contrario, adoptó –tarde o temprano- todas las formas del arte para evangelizar y adoctrinar a los fieles a través de múltiples variantes de esa Divinidad judeocristiana. En México, por ejemplo, la cruz se convirtió en espada, una espada que destruiría casi todo vestigio de las expresiones nativas que los misioneros consideraron “heréticas” y hasta “diabólicas”. Las mitologías vernáculas fueron adaptadas a los cánones de la nueva religión: si en los orígenes Jesús había sido identificado con Orfeo, ahora –en el siglo XVI- la Virgen María se subsumiría en Tonantzin… Pero la representación religiosa cristiana jugaría un papel protagónico en la fundación de la nueva colonia. 

Resulta paradójico que el teatro, prohibido en cierto momento por la Iglesia, haya sido rehabilitado por ella misma cuando se dio cuenta de que podía ser utilizado como instrumento de manipulación y adoctrinamiento. De esta paradoja surge nada menos que el auto sacramental, forma dramática que alcanzaría con Calderón unas alturas jamás igualadas si excluimos a nuestra Sor Juana.

Desde el arte paleocristiano la figura de Jesús fue ensalzada primero de manera híbrida: se lo relacionaba, como dije, con Orfeo y con otras divinidades de la Antigüedad. Al emerger del subsuelo, el arte cristiano fue creciendo velozmente gracias a Constantino, el emperador romano que mediante el Edicto de Milán (313), y por conveniencia política, aprobó el culto de esta nueva religión, que después sería obligatoria.

A partir de Giotto puede hablarse de una suerte de “arte moderno” en Italia. Con el “Quattrocento” (1400…: Donatello, Ghiberti, Fra Angélico, Della Francesca, Ucello, Lippi, Mantegna) surge una de las grandes etapas del arte occidental. Pero recordemos que entonces se vive un “renacimiento”, es decir, un “nuevo nacer”. ¿A qué? En buena medida, a algunos postulados y parámetros del arte y el pensamiento grecolatinos. Esto, en la plástica; las otras artes tienen su propia historia.

Sandro Botticelli (Florencia, 1445-1510) pertenece, como otros grandes artistas italianos, al “Quattrocento”. Cuando él nació muchos eran los temas que los pintores y escultores trabajaban por encargo de personajes poderosos: el nacimiento de Jesús, la crucifixión, el descendimiento de la cruz, la Virgen y el Niño, la visita de los tres Reyes Magos, Jesús en el Templo, Jesús orando en el Monte de los Olivos… Y otros adyacentes: los ángeles. Los evangelistas, los acontecimientos del Antiguo Testamento, los santos, los papas, los teólogos… Mecenas de todo este movimiento: la Iglesia Católica, sus pontífices, sus cardenales, sus altos prelados; y los príncipes y potentados de siempre, por supuesto, como los Sforza y los Medici.

Interesantísima la sincrética amalgama de helenismo y cristianismo en el Renacimiento. Giotto fue un pintor de una austeridad plena. Masaccio pintó una dramática y hermosa expulsión del Paraíso, pero estricta y desnuda. Los artistas posteriores elaborarían un extraordinario híbrido entre la fe católica y la mitología grecolatina. Así empezaremos a ver bellos cuerpos casi desnudos –o desnudos- entre personajes sagrados o santificados por la Iglesia. El mismo Jesús aparecerá en “El Juicio Final” de Miguel Ángel como un héroe mítico y hercúleo, avanzando entre masas y nubes de una espectacular sensualidad: su desnudez fue cubierta después por órdenes de un papa recatado.

Por lo demás, el Renacimiento y el pre-Renacimiento volvieron los ojos a la lógica y el racionalismo griegos: perspectiva, claroscuro, geometría, sección áurea, simetría, equilibrio. La ingenuidad del románico y la aparente sencillez primigenia del gótico –entre otras vertientes estéticas- fue dejada atrás pero no para siempre: en los albores del siglo XX el cubismo pretendería romper con esta forma excesivamente racional de concebir el mundo y la vida.

Ya hablaremos de esto luego. Ahora importan Botticelli y las obras en que, como muchos artistas de su época, representó el nacimiento de Jesús, y otras en las que consignó su visión de la maternidad divina, según el Nuevo Testamento. Autor de dos lienzos enormes y celebérrimos -“El Nacimiento de Venus” (1484, temple/lienzo, 278.5 x 172.5 cm, Galería Uffizi, Florencia) y “La Primavera” (1477-78, temple/tabla, 203 x 314 cm) -, el artista florentino dio por terminada su carrera con dos obras: “Vida de San Cenobio” y “Natividad Mística” (1501).

Esto es lo que narra Giorgio Vasari en su libro “Vidas de pintores, escultores y arquitectos ilustres”: “Se dice que Sandro [Botticelli] quería muchísimo a todos los que se dedicaban al estudio de las artes, y que ganó muchísimo dinero, pero todo lo derrochó debido a su negligencia y desmesura. Cuando llegó a viejo e inútil, tuvo que caminar valiéndose de dos muletas, pues no podía mantenerse de pie, y en este estado de decrepitud murió a la edad de setenta y ocho años, siendo enterrado en Ognissanti, en el año 1515.” (http://blogs.enap.unam.mx/pdf. 18-XII/15).

Quién sabe si las cosas sucedieron como Vasari las cuenta, pero la investigación posterior ha determinado que las mencionadas fueron las últimas obras que pocos años antes de morir, en 1501, pintó este singular artista. La primera es un políptico de una composición rigurosamente geométrica y tan delicada como casi toda su producción. La segunda es la representación de una extraña Natividad.

Extraña, porque el pintor parece emprender deliberadamente un retroceso en su estilo y porque alude, de manera expresa y escrita en el cuadro, a las desaforadas doctrinas de Girolamo Savonarola (1452-1498), aquel religioso dominico tan violento en su celo por la fe, que terminó considerado hereje y fue enviado a la hoguera por Inquisición…

La “Natividad Mística” de Botticelli merece ocupar un lugar central en su obra, tanto como “La Primavera”, “El nacimiento de Venus” y otras. Representa el nacimiento de un niño divino, el que décadas antes anunciara misteriosamente Virgilio, el poeta, en la pagana y sensual Roma. Veinte años después de la premonición virgiliana un niño nació en una de las colonias imperiales, ese niño se convertiría en un hombre que cambiaría en muchos sentidos el destino de la historia del mundo.

Si ese niño fue o no hijo de Dios no es algo que quepa debatir en este texto y mucho menos si se toman en cuenta las pocas luces de su autor. No soy teólogo ni experto en estos temas –acaso en ninguno-, por eso mi intención es comentar la obra de un artista no un hecho de carácter histórico, tan discutido por muchos y cuya creencia es un acto de fe. Por lo demás, si Jesús representa tantos grandes ideales humanos y ha aportado tanto a esa parte nuestra que llamamos “espiritualidad”, como lo han hecho otros poquísimos seres en la historia de la humanidad, no veo por qué no hablar de Él así sea indirectamente y a través del arte.

La “Natividad mística” es un óleo en formato vertical pintado sobre tela (108 x 75 cm, National Gallery, Londres) cuya composición, como tantas obras de índole religiosa, se distribuye a partir de tres niveles: en el medio, y el más importante, vemos a la Virgen María de rodillas frente al Niño que desde el suelo extiende sus bracitos hacia ella.

Ambos, san José y los animales están al amparo de un tejado sobre el cual tres ángeles ofician una alianza celebratoria. A los lados de los protagonistas: ángeles, pastores, peregrinos. 

En el nivel inferior, en primerísimo plano, tres ángeles abrazan a sendos personajes formando tres parejas simétricas; todos son de estatura más pequeña que las que están en un segundo plano, o en otros planos, tal como en otras latitudes de Europa solía representarse, por la misma época, a los donantes o a otros personajes.

El nivel superior está ocupado por un grupo de ángeles típicamente botticellinos: son doce y en el aire emprenden una danza circular y flotante. Al fondo, arriba, una borrasca amarilla, y un poco más abajo, un luminoso cielo azul. Los ángulos de visión se contradicen en este cuadro y la perspectiva es una mezcla casi abrumadora de focos, puntos de fuga y horizontes, pero el resultado es extrañamente coherente. Hay varios Botticelli en esta obra, pero todos ellos son el mismo: el que se autorretrató en una de sus “Adoraciones de los Magos”, el que ilustró el “Inferno” de Dante, el que pintó “La Primavera”, el que nos brinda Giorgio Vasari en su libro, y no sé si finalmente, el creador de una belleza “de tan sincero deleite” –dice Vasari- como imposible por maravillosa.

Para Botticelli -como para Dante- el número 3 y sus múltiplos serían de profunda trascendencia. Los encontramos en esta “Natividad mística” que bien podría llamarse “hermética”: tres personajes protagónicos, tres ángeles ceremoniales sobre el tejado del establo, tres parejas en primer plano, doce ángeles danzantes en las alturas, los tres niveles en que se desarrolla el cuadro… 

El lujo de la forma fue para Botticelli un elemento inherente a su genio. Ese lujo formal y hasta inverosímil está manifiesto en la delicada voluptuosidad de los pliegues, en las actitudes corporales de sus personajes, en la transparencia de sus mantos, en fin, en su composición. En “La Anunciación de Cestello”, por ejemplo, todo esto nos deja sin aliento; lo mismo en “La Calumnia” y en otras representaciones de la “Virgen con el Niño” o en las distintas versiones de “La Adoración de los Magos”: el dibujo, la composición, la extremada delicadeza de las formas parecen -como en Fra Angélico, como en Leonardo- la obra de un ser que no pertenece a este mundo, un ángel quizá, si éstos existen. 

Escribe Vasari: “El dibujo de Sandro [Botticelli] estaba muy por encima del nivel común, a tal punto que después de su muerte muchos artistas trataron de conseguir originales suyos…” Muy talentosos artistas derrocharon su genio en estos siglos, pero el dibujo y ese hálito celeste que entrevemos en su obra no se hallarán en ningún otro pintor de su momento, salvo Leonardo.

Todos estos atributos y cierto sentido hermético hacen de la “Natividad Mística” de Botticelli una de las representaciones plásticas más interesantes del “Quattrocento”. Tal significación hermética volveremos a encontrarla en los dibujos que el artista realizó para “ilustrar” el “Inferno” de Dante; quien los haya contemplado alguna vez, sabrá por qué sus contemporáneos se disputaban sus originales. 

“La Natividad Mística” podría leerse como un poema religioso en clave. Por eso, quizá, el artista lo pintó para su propia devoción y no para complacer a alguno de sus pudientes admiradores. El centro de ese poema visual es un Niño que cambiaría la historia de Occidente y de buena parte del mundo, el Niño que Virgilio había anunciado en sus versos unas décadas antes de su nacimiento: un Niño que es uno de los vértices de un triángulo sagrado.