Café Montaigne 188

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Hay un sentimiento, un tesoro intangible llamado amistad. Y usted si me ha seguido este tipo de textos personales (no la enfadosa política, la cual ya a menos lectores interesa) los cuales y con mucha frecuencia, escribo y editan generosamente en estas páginas de VANGUARDIA: quien esto escribe, usted lo sabe, soy un hombre de tradiciones, incluso, para ciertas cosas, soy un hombre de cierta meticulosidad casi franciscana.

Soy hombre de ritos y ciertas rutinas las cuales me acompañan desde hace años. Tengo varias y estas jamás me dejan. Varias de ellas a saber: en Semana Santa me abandono a la plegaria religiosa, leo mi pequeño breviario de oraciones el cual no abandona mi mano y de mi viejo aparato de sonido sólo salen acordes de música clásica y cristiana. También, música musulmana y persa. Ni se diga cantos mozárabes y todo tipo de música y coros medievales. Me abandono a sus cantos, plegarias y preces al Altísimo.

Una tradición más: en día de muertos, un altar siempre está listo, recordando a mis fieles difuntos, (ya son legión, desgraciadamente) y claro, recordando aquello de ser polvo en lo cual me convertiré al finalizar mi existencia. Soy un hombre de rutinas, de ritos y usanzas. Más leña al fogón: mi casa huele en verano a nardos y a incienso todo el año. Pero en diciembre, enero y febrero, durante todo el invierno, huele todo el día a café recién hecho; un café fuerte, oscuro, amargo, el cual duele en el gaznate e impregna los ropajes de quien esté presente y llegue a saludar. Mi casa huele por siempre a jazz y a buen rock. Hombre de rutinas: apenas me levanto, tiendo mi cama, enciendo el aparato de sonido y pongo un rock metalero duro, el cual lástima los oídos; casi al mismo tiempo, enciendo la cafetera y escurre el café ácimo el cual acompañará mis lecturas mañaneras.

Sin prisa y sin pausa, esta rutina me acompaña desde el momento de tener razón y en las diversas ciudades en las cuales he vivido. Casi para terminar este recuento de rutinas, usted lo sabe, tengo una cábala de amistad desde hace 21-22 años: el almuerzo navideño en día 24 de diciembre con el abogado el cual sabe más sobre transparencia y rendición de cuentas: mi hermano Víctor S. Peña. Usted también lo sabe para liquidar este largo liminar. El año pasado, 2020, la maldita y fiera pandemia nos obligó a estar confinados en nuestras residencias, pero nuestra amistad sigue inquebrantable y más aún, cultivamos una llamada de mínimo una hora, para abrazarnos como siempre. Lo hemos hecho. Lo hicimos con una devoción franciscana.

Lo que no tenemos lo encontramos desinteresadamente en el amigo, de aquí entonces un valor el cual tengo en alta estima, muy alto en mi jerarquía de valores: la amistad. La familia de sangre la regala Dios, pero la amistad es tesoro divino el cual siempre abona en terreno fértil cuando hay comprensión, tolerancia, inteligencia, sinceridad, honestidad, calidad humana, generosidad, benevolencia. Sí, eso lo cual nos regala un amigo sin medir grado ni mando.

ESQUINA-BAJAN

En tiempos convulsos, de peste bíblica, en tiempos violentos como éstos, hay un idioma común: la música. La paz, la solidaridad y el tender puentes no es algo lejano ni debe de ser algo exótico por miedo al bacilo chino, no. La música tiende puentes, acerca lejanías y hacen de una amistad y pasión compartida, un puente de acero y granito anclado en el paso del tiempo. Lo he contado antes: conocí en los cursos y Diplomado de la Historia de la Música de la UAdeC, al empresario y maestro don Javier Salinas –hombre alto, afilado y anguloso, curtido en el campo de batalla de la vida– el cual por error de la tabla de tiempos y distancias, fechas en el calendario y rotación del mundo, nació en esta época y no en el siglo 13.

Otro dato, este hidalgo de linaje escogido, Javier Salinas, nació aquí en Saltillo y no en el desierto del Magreb, en la Roma postimperial o en la Bagdad de 1258 arrasada por los mongoles. Javier Salinas vive físicamente hoy y aquí entre nosotros, pero su corazón, sus ojos y sus oídos, están instalados entre el siglo 12 al 15 de nuestra era. Especialista en música antigua, fui conociéndole en el Diplomado de Música y me fue contando de su pasión sonora. Yo le fui contando de mis gustos y apetencias. Desde entonces, desde hace varios años a la fecha, ha nacido entre nosotros una amistad acerada a la cual le hemos agregado copas de vino tinto, quesos y embutidos y el chocar vasos para brindar por la buena ventura. Hoy más necesaria a cualquier otro tiempo.

En la pasada Navidad, don Javier Salinas llegó a mi residencia con un cargamento para dejar los ojos abiertos como platos. A saber los tesoros los cuales fue depositando como perlas preciosas en mi mano. “Persia y México. Composiciones originales y arreglos de Mehdi Moshtagh”; “Tarde y lejos. Setar solo de Mehdi Moshtagh. Música clásica persa”; “The other pattern. Setar de Mehdi Monalei y tonbak por Majid Hesabi”; “L’epopée. D’ Aninibal Gantes. 1643); “Résors des Couvents. Nouvelle Espagne XVII” y “El arte del alaap. Setar por Hollving Argáez”. ¡Caray! Joyas las cuales don Javier Salinas consigue en el mundo culto y refinado de aquellos melómanos entregados a la contemplación y atentos a la polución de sus ideas. Gran final: ¿lo notó, estimado y querido lector? En toda esta música (persa, musulmana, árabe, cristiana, católica) hay un hilo conductor: la búsqueda irrefrenable de Dios. Los cantos, todos, buscan una comunión con ese llamado Dios altísimo, Alá, el padre Abraham, el maestro Jesucristo… es decir, la búsqueda de trascendencia…

LETRAS MINÚSCULAS

La generosidad del melómano Javier Salinas es una joya en el mar seco de este desierto atado a la infausta pandemia.