Café Montaigne 192

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Café Montaigne 192

Nacimos para morir. Recuerdo un aforismo lapidario del abogado Luis García Romero: “Cuando nacemos, Chuy, ya somos precadáveres…”. Caray, suena rudo, pero es la verdad. Verdad irrefutable e incuestionable. ¿Qué hacer mientras nos llega la galana muerte? Lo más interesante de todo: vivir. Sumarle vida a la vida. ¿Es necesario harto dinero y pesos para sumarle vida  a la vida? Sí y no. No hay contradicción de por medio. En ciertas etapas de nuestra existencia, es necesario tener dinero. De preferencia, todo el imperioso y preciso para pegarle duro y bonito a eso llamado “calidad de vida”.

En otras ocasiones, sólo se necesitan paz y tranquilidad. El dar vueltas a nuestro escritorio y librar esas grandes batallas contra la hoja en blanco. Nosotros los escritores y periodistas debemos estar atentos a la polución de nuestras ideas, tener lápiz a la mano y suficientes hojas en blanco. ¿Y las satisfacciones para nuestro cuerpo material, lleno de miserias, necesidades y vicios? Pues por eso es necesario tener lana antes, para hacer un acopio de bastimentos, memoria, recuerdos y vida, para entregarse a la concepción de la obra. ¿Y las satisfacciones de nuestra ánima o vida espiritual? Pues eso es precisamente lo que nos emparienta con Dios: el hálito divino, el soplo, lo que infunde vida y el practicar un oficio tan vilipendiado como necesario: la poesía. El ser poeta.

La anterior reflexión a vuela pluma, usted la puede leer en un largo y dilatado estudio llamado “Los dos cuerpos del Rey”, de Ernst Kantorowicz. ¿A quién hacer caso entonces: a la carne o al espíritu? Sin duda: a las dos materias. El grave problema es siempre el delgado y precario equilibrio en nuestra vida. Eso llamado moderación. También, carácter. Valor, disciplina. Y no moderación y sí excesos, fueron los motivos en una gran etapa de la vida de José Santana Díaz (Ciudad Madero, Tamaulipas, 1962 - Saltilo, Coahuila 2021). Justo el día de su muerte, andaba en Monterrey, comprando los pocos diarios que llegan de España y algunos libros los cuales a cuentagotas, llegan a una de las dos o tres librerías abiertas en la ciudad, “Librería Monterrey”. Ese día, sábado 27, supe de su muerte.

A Santana Díaz lo conocí desde siempre. Lo conocí cuando era reportero. Fue reportero de casi todos los medios de comunicación impresos en la ciudad y en varias ciudades del estado. ¿Cuándo dejó tan alto y garboso oficio para dedicarse a la poesía? No lo sé. No lo recuerdo. Pero en 1991 publicaría su primer cuaderno, su primera revista “Acento” y lo siguió haciendo hasta su muerte. ¿Con cuánto rigor y talento acometió la empresa de escribir poesía? No es tiempo de juzgarlo, sino de recordarlo. ¿De haber seguido el ritmo de la máquina de escribir en la nota periodística diaria, le hubiese ido mejor a practicar oficio tan solitario y celoso, como lo es la poesía? Nunca lo sabremos. Lo bien cierto es que el maestro Santana Díaz se perdió en una enfermedad tan placentera como perniciosa: el alcohol, el alcoholismo.

ESQUINA-BAJAN

Usted conoce las fatídicas palabras de Edgar Allan Poe en su celebérrimo cuento, “El gato negro”: “¿Qué enfermedad se puede comparar con el alcohol?”. El alcohol te mata, te seca de a poco. Te deja hecho una piltrafa humana. ¿Sirve para “inspirarse”? No lo sé. Yo nunca he podido escribir briago. Cuando ando briago lo único que quiero a mi lado es más trago y las caderas de una mujer, no su corazón. El maestro Santana tenía un buen tiempo en una espiral interminable, una rueda de la fortuna de la patada con estados de ánimo tan variables como su vida misma.

Seguido, muy seguido me lo topaba en la calle o bien, en un cibercafé al cual los dos acudíamos. En ocasiones el buen Santana llegaba de su trabajo como guardia o velador en una empresa. Pero luego, en días o semanas, perdía dicho trabajo y se entregaba a beber. Tenía un amor atravesado con su pareja, M. Un día estaban bien, al siguiente, habían roto. Sólo para reconciliarse el día siguiente y así día tras día. No pocas veces y luego me imagino de días de parranda, el buen Santana llegaba sin zapatos. Imagino los perdía en la subida de algún monte o colina interior, tratando de zafarse de aquello lo cual lo torturaba.

Aquello que dicen los psicólogos de que uno ya grande, regresa a ser un niño, con las rabietas y achaques de un menor de edad como conducta diaria, en el maestro Santana, se cumplían a la perfección. En su última etapa y conste y lo repito, casi lo veía diario deambulando, el maestro apenas me veía, se soltaba llorando algunas veces y me espetaba: “Regáñame, Chuyito, me he portado muy mal y no puedo cambiar”. A lo cual quien esto escribe sólo le reconfortaba y siempre le cooperaba para un sándwich y refrescos. ¿Lo gastaba en buenas y jugosas libaciones de licor? No lo sé. Mi labor no es juzgar. Pero me reconforta saber que le ayudé en lo que pude hasta los últimos días de su vida.

Viajé con él o en dos o tres ocasiones a la Ciudad de México para dar lectura de nuestros textos. Yo por lo general y como siempre, me quedaba días o hasta semanas para apreciar lo más posible la capital del arte en el País. Santana Díaz se regresaba luego de las presentaciones pactadas. En aquel tiempo, amén de beber, era muy belicoso. Yo prefería poner tierra de por medio. Ganó las preseas de periodismo “Antonio Estrada Salazar y Humberto Gaona Silva” del Gobierno del Estado de Coahuila, las cuales son por resistencia: el estar vivos. Para nuestra desgracia, el maestro ha muerto.

LETRAS MINÚSCULAS

Descansa José Santana. Trata de descansar…