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Candelero
Narraré hoy algunas anécdotas que oí en Candela. En ellas brilla el genio y el ingenio de nuestra gente.
1
Es costumbre de algunos habitantes de Candela irse a trabajar “al otro lado” durante la temporada de la pizca. Su ausencia suele durar algunos meses. Reunidas estaban algunas señoras tomando el fresco y platicando. El marido de una de ellas tenía ya cinco meses en un rancho de Texas. De pronto una de las mujeres advirtió que en el brazo de otra se había posado un mosquito.
-Comadre -le dijo-. Tiene usted un zancudo en el brazo. No se mueva, se lo voy a matar.
-Déjelo, comadre -le pidió con voz triste la otra-. De perdido que me pique algo.
2
Don Antonio Cipriano era el dueño de la tienda mejor surtida de Candela. Tan bien surtida estaba que hasta vendía licor. Lo expendía en “topitos”, que así llaman los candelenses a una botella pequeña, generalmente de cerveza chica, llena hasta arriba -hasta el top- de líquido.
Cierto día, o mejor dicho cierta noche, unos muchachos se fueron de parranda. A eso de las dos de la mañana se les acabó la materia prima; quiero decir que se encontraron como los invitados a las bodas de Caná: sin vino. El único que les podía hacer el milagro de allegarles más era don Antonio Cipriano.
-Vamos a tocarle la puerta -propuso uno-, para que nos venda algo.
-Oye -advirtió otro con prudente cautela-, a estas horas don Toño ya ha de estar bien dormido. Se nos va a enojar.
Dos clases de pendejos hay en este mundo: los que se emborrachan siempre y los que no se han emborrachado nunca. Aquellos muchachos de Candela, sin pertenecer a la primera categoría, andaban sin embargo muy tomados, y decidieron tomar también el riesgo de despertar al tendero para pedirle que les vendiera vino.
Vivía él en la parte alta de la tienda. Los borrachines golpearon fuertemente la puerta del local. Después de cinco o seis tocadas se encendió una luz en el piso de arriba; se abrió una ventana y por ella asomó la despeinada cabeza de don Antonio.
-¿Quién es? -preguntó el abarrotero con somnolienta voz.
-Nosotros, don Toño -respondió uno de los muchachos-. Queremos que nos haga el favor de vendernos unos topitos de mezcal.
-¿Cuántos son? -preguntó el señor Antonio.
Al oír la pregunta los muchachos se alegraron. Seguramente, pensaron, el interés de vender varios topitos haría bajar a don Antonio.
-Somos cinco, don Toño -respondió con meliflua voz el que había hablado.
-Los mismos que se van a chingar a su madre -declaró don Antonio.
Así diciendo le dio el cerrón a la ventana, apagó la luz y dejó a los importunos -además de sin vino- bastante mentados de mamá.