-Era un desgraciado. Le pegaba a su mujer. Además era chaparro y cabezón.
Dejo entre paréntesis esas palabras -casi todas las palabras podría uno dejarlas entre paréntesis- y procedo a hacer la siguiente declaración: si al final de la vida me arrepiento de mis pecados –de la mayor parte de ellos no me arrepiento, tan deleitosos fueron-, y Diosito me invita a ir al Cielo, le pediré que mejor me permita volver a la Tierra, pero con el rostro y cuerpo de un Brad Pitt o un Leonardo di Caprio. O de un actor que en los pasados tiempos fungió como el más guapo del mundo latino: el español Jorge Mistral. En esa forma podría conseguir delicias mejores que las que Alá reserva en su paraíso a los creyentes.
Jorge Mistral... Lo vi por primera vez en una película llamada “Misión blanca”. Era yo niño, y nos llevaron los hermanos del Colegio Zaragoza a ver ese film en el Palacio. Trataba de la vida del padre Damián, un misionero francés que fue a la isla Molokai, en el Pacífico del Sur, a hacerse cargo de una colonia de leprosos.
Los franceses de antes eran muy cabrones. Si no me lo creen, vean nomás a Napoleón. A los leprosos los arrojaban en aquella isla para que no fueran a contagiar a los demás. Ellos ni siquiera la pisaban: acercaban el barco y arrojaban a los lazarinos por la borda para que nadando llegaran a tierra. A los que no sabían nadar se les quitaba lo leproso. Y también todo lo demás, porque se ahogaban.
El padre Damián pidió ir a la isla a llevar el consuelo de la religión a aquellos infelices. Para dar dignidad a la vida de los enfermos primero dio dignidad a su muerte: hizo un cementerio, y en él sepultaba a quienes morían víctimas del horrible mal. Antes, sus cadáveres eran simplemente arrojados a una barranca, donde los devoraban las alimañas.
El padre Damián predicaba y decía: “Nosotros los leprosos...”. Su frase, llena de caridad, se hizo verdad cuando él mismo quedó contagiado de la lepra. Al final murió víctima de la enfermedad. Sin embargo nunca le preocupó la lepra. Lo angustiaba, sí, la posibilidad de morir sin confesión. Cuando sintió cerca la muerte suplicó por carta a su obispo que le mandara un sacerdote para confesarse. Se dignó Su Excelencia enviar a uno, pero el tal cura no quiso poner el pie ni aun en el muelle. Tuvo que ir en una canoa el padre Damián, y decir a gritos sus pecados al confesor, que lo oía desde la borda del barco, y que desde ahí le aventó la absolución.
Jorge Mistral estaba magnífico en “Misión Blanca”. Su actuación nos dejó muy edificados: todos salimos del Cinema Palacio prometiendo que seríamos misioneros. No habrían alcanzado los leprosos para tanto misionero.
Vuelvo ahora a aquellas palabras del principio, las que dejé entre paréntesis. En cierta ocasión conversé en Villahermosa con la hermosa Leticia Palma, bella todavía a pesar de su edad. Ella me habló de los actores con quienes trabajó. Recordó a Jorge Mistral, y me contó:
-Era un desgraciado. Le pegaba a su mujer. Además era chaparro y cabezón.
Recordé al señor cura García Siller, quien debería estar en el libro de récords de Guiness por haber pronunciado el sermón más breve en la historia milenaria de la Iglesia. El evangelio del día era el que se refiere a los leprosos. Y dijo el señor cura:
-Los leprosos somos los pecadores. Creo en Dios Padre…
Ése fue todo el sermón. De esto han pasado muchos años, y la gente se lo sigue agradeciendo todavía.