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Carmen
Le presumo decididamente que acabo de ver una magnífica puesta de “Carmen”, la imperecedera ópera de Georges Bizet que todos mal conocemos, pero sin duda hemos tarareado gracias a algún jingle comercial.
Si ya el mero hecho de asistir al teatro, y no se diga a la ópera, es un privilegio, atender al montaje que repuso The Dallas Opera para su temporada 2018-19, me dejó chinito.
Y no es que sea yo experto en ópera o artes escénicas, pero sí he visto suficientes propuestas (ya como periodista, ya como mero aficionado) como para decirle sin que me tiemble la certeza, que pasarán algunas décadas antes de que podamos ver por estas tierras algo semejante, no por la falta de talento, por supuesto, sino por el crónico déficit presupuestario que nos tendrá en coma durante medio siglo (aprox.). ¡A nuestras latro-autoridades, mil gracias por ello!
“Carmen”, le decía, es una de las obras más celebradas mundialmente, pese a que su temporada de estreno en 1875 fue un atronador fracaso y estuvo a punto de cancelarse a la cuarta función.
El pobre Bizet murió a los tres meses sin saber que poco después, ese mismo año, su creación sería producida y estrenada en Viena con un éxito y acogida que serían apenas el preludio de la trascendencia a que estaba destinada su obra maestra, la que, junto con “La Traviata” de Verdi y “La Bohéme” de Puccini, conforma la terna de óperas más interpretadas mundialmente (todo esto se estudia en el programa de mano, tampoco piense que me trato de adornar).
Bizet, permítame agregar, se moriría nuevamente entre la miseria y las penurias, si intentase hoy en día lanzar su magistral ópera y someterla a la híper delicada sensibilidad de los públicos actuales.
Las audiencias de hoy en día no buscan con qué conmoverse, sino con qué ofenderse.
Así que, es más que probable que el argumento de “Carmen” escaldase la susceptibilidad de nuestras actuales florecitas de la corrección y, por cometer la osadía de estar vivo, el autor tendría que reformar el argumento para adecuarlo a los estándares vigentes de inclusión, pedir una disculpa pública con todos los ofendidos y aun así es probable que jamás pudiera ver el montaje de su ópera terminado.
Basada en la novela homónima de Prosper Mérimée, la que a su vez parece inspirada en un poema de Alexander Pushkin, “Carmen” nos cuenta la historia de… pues sí, obvio de Carmen, una mujer autosuficiente, tenaz, emancipada y dueña de sus orgasmos (hasta ahí todo bien).
Carmenciux es obrera en una fábrica de cigarrillos en Sevilla, que al igual que muchas otras mujeres se divierte armando borlote, mitote y fandango. Pero Carmen, se rumora, prepara un té de calzón muy poderoso, pues sus amantes (que no son pocos) no consiguen superarla y todos los días se gana la admiración de dos o tres más.
Así le ocurrió al pobre soldado don José, quien embriagado por la mencionada infusión, fue arrestado primero y luego desertó de la milicia y se unió a una banda de traficantes, dándole la espalda a su madrecita y a la mujer con quien estaba destinado a unir su vida, con tal de seguir la licenciosa vida de su amada Carmencita.
Al cabo de un tiempo de amasiato con don José, fastidiada, Carmen acepta los cortejos del matador Escamillo, un rockstar del toreo que quiere a toda costa dar su mejor faena con la protagonista y muestra ya los primeros pero inconfundibles síntomas de intoxicación por el famoso té que, dicho sea de paso, debe estar muy bueno porque, olvidaba apuntar, la heroína es gitana.
El día de la gran corrida se apersona don José, hecho una piltrafa, como vil adicto y primero por las buenas, suplica a Carmen que vuelvan. Frustrado por las reiteradas negativas le va subiendo de tono, hasta llegar a lo que viene siendo la violencia de género y finalmente el feminicidio.
Son muchos y muy obvios los problemas que hacen al argumento inviable para la actualidad:
Primero, es un texto francés sobre personajes sevillanos, por lo que podría considerarse como apropiación cultural. Los personajes además están llenos de estereotipos, sobre todo en perjuicio de la imagen de la comunidad gitana a la que se le retrata como delincuencial. Ya desde allí estamos mal.
Luego tenemos que la protagonista trabaja para una cigarrera y hoy, sabedores del daño que le han hecho las tabacaleras a la salud de la población mundial y de que son transnacionales que corrompen gobiernos con tal de no ver afectados sus intereses, pone en entredicho la ética de la heroína.
Pasa además que ningún personaje es abiertamente gay, les, bi, drag, pansexual, transexual, intersexual. ¡Qué onda con eso, Bizet! (¿Se ha fijado cómo ahora todas las series tienen un personaje LGBTTIQ metido con calzador? Bueno, eso es lo que ocurre cuando se hacen concesiones gratuitas sólo por cubrir una cuota). El caso es que “Carmen 2018” demandaría que al menos dos cuatitas del personaje principal (digamos Frasquita y Mercedes) sostuvieran un tórrido romance lésbico.
Sobre la vocación de Escamillo, ya me imagino a los animalistas, ambientalistas “petos” y “grinpís” apostados en el estreno, con pancartas y performances sangrientos, en protesta porque uno de los personajes es un matador de toros y porque no sé qué gaitas más.
Y del final ya referido, que castiga a una mujer emancipada a manos de un macho opresor, cerdo misógino, hijo del hetero-patriarcado, promotor de la falocracia, el falocentrismo y la hegemonía de la testosterona, pues ya mejor ni hablamos.
“Carmen” es en definitiva una aberración para esta época que nos tocó vivir, una de ofensa fácil y víctimas a la orden.
Y lo peor de todo, es que son casi tres horas y media de música y drama y nomás nunca, nunca, nunca cantan lo de “la cadenita”. ¡Maldito Bizet!
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