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Carta de amor... y de lo otro
Muchas leguas he recorrido yo en la legua antes de lo de la epidemia, y en cada una veo algo que me seduce y que me encanta. Jamás, sin embargo, me había topado con lo que en una de esas últimas andanzas me topé. No diré en cuál, porque no viene al caso, pero sí narraré con lujo de detalles -yo, que no soy partidario de los lujos- la historia de ese encuentro.
Permíteme antes unas palabras liminares, que es lo mismo que decir introductorias, y no se oye tan feo. El género epistolar ha desaparecido. Ya nadie acostumbra escribir cartas. Y qué bueno, porque eso de escribir cartas era una verdadera lata. Para colmo las de amor eterno tenías que guardarlas a fin de devolverlas a la remitente cuando el eterno amor se terminaba. Peor todavía: te devolvían las que habías escrito tú, y al releerlas te daba mucha vergüenza.
Había, sí, quienes gustaban de escribir cartas: los escritores profesionales. Las escribían por vanidad, pues suponían que sus cartas merecían la posteridad. Más bien merecían casi siempre la parte posterior, pero aun así sus autores las escribían con pretensiones de inmortalidad. Soñaban con ver, si era posible antes de morir, un libro grueso, empastado a la española, en piel, con gruesas letras doradas: “Correspondencia de Fulano”.
Esas cartas tenían siempre un aire artificioso, falso. En México estuvo de moda el género epistolar allá por los años treinta y cuarenta del pasado siglo. Muchos personajes de esos tiempos escribieron cartas inmortales que ya murieron: Julio Torri, Alfonso Reyes, Xavier Villaurrutia, Novo, etcétera. Por pura curiosidad lee uno esas cartas y suenan cursis, amaneradas y convencionales. Dicho de otra manera: suenan muy mamonas.
Y es que el género epistolar es por esencia cursi. Yo prefiero el realismo de aquella chica, seguramente de muy pocas letras, a la cual un galán de modos anticuados le propuso una noche con untuosa voz:
-¿Aceptaría usted, amable señorita, tener conmigo una relación epistolar?
-A ver la pistola -pidió ella.
Nunca me había ocurrido que alguien me mostrara una carta de amor que recibió, y menos todavía que fuera un hombre quien compartiera conmigo esa romántica misiva. Pues bien: me aconteció en una de las ciudades que al principio dije que un señor quiso enseñarme el pasional mensaje que recibió de una antigua enamorada. El interés de la carta -y de la historia- crece si se conoce un detalle de importancia: el amor que dio origen a esa carta era pecaminoso. Era -lo diré con franqueza- un amor adulterino. La mujer que la escribió era casada. Las señoras casadas que tienen tratos húmedos fuera del domicilio conyugal se cuidan mucho de escribir cartas, y aun de hacer llamadas telefónicas o enviar una mail, pues una indiscreción puede ser hilo fatal que conduzca a una madeja de problemas. Y sin embargo esta señora le envió a su amante una misiva que en sus principios es muy conmovedora, pero que al final...
A él llegué ya por este día. Mañana, si Dios me da licencia, transcribiré el texto de esa carta, pues tuve el buen cuidado de pedir una copia a su destinatario. Él me la dio, pero antes me hizo prometerle que no se la leería a nadie. A nadie se la leeré, en cumplimiento fiel de la promesa. La escribiré nomás. Si alguien la lee ya no será mi responsabilidad. (Continuará).