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Conocimiento de la nieve. Cuatro tiempos
A Juan Ramón Cárdenas
1. A los tres años de edad -o menos-, tomé la mochila plástica que acostumbraba usar como maleta diminuta y salí a escondidas al mundo blanco. Resguardaría un tesoro: la nieve que se acumulaba en las banquetas.
Regresé silenciosamente y oculté la mochila en el closet de madera. Mis ojos durmieron iluminados. Si me prohibían salir, ya tenía nieve para comerla a escondidas, para hacer esferas que lanzaría a los abuelos o para restregarla contra las mejillas y hacer arder mis manos.
Al amanecer, bajé de la cama. Fui al escondite de la nieve. Al abrir la mochila, encontré agua oscilante en el interior plástico. Sin duda, fue la primera vez que el mundo me habló de mutación en una forma rotunda.
2. Llegué a casa luego de la caída de nieve que tenía en conmoción a la ciudad. Cayó la noche. Me quité los guantes y fui a calentar agua para una infusión. Solo la luz ámbar de la cocina iluminaba el espacio. La taza calentaba mis manos. De pronto, como un dibujo de carbón en el piso, frente a mí, avanzaba una bola de plumas erizadas. Era una forma pequeña que al final, conforme disminuía la distancia con sus brincos, dejaba ver una cola de plumas negras. No supe cuándo entró, si detrás de mí al abrir la puerta principal, o en ese breve lapso en el que fui al pequeño jardín trasero para quitar el plástico que protegía de la nieve a los rosales y el naranjo.
Ella se posó a mis pies. Buscaba calor. Cuando intenté tomarla, huyó dando saltos a la oscuridad de la sala. Volví a la inmovilidad y ella regresó en sus acrobacias, a mi lado. Como pude, la capturé y la llevé a mi recámara. Encendí el calentador eléctrico para combatir el gélido concreto. No fue suficiente. Murió durante la noche. Supe que tendría qué enterrarla con la propiedad necesaria, pues qué indignidad de muerte allí, debajo de un buró negro lleno de cabellos y polvo.
3. Preparé una copa de nieve con los copos que cayeron sobre la montaña. Es el postre más fino y delicado. Para hacerlo, primero, con ayuda de una cuchara, raspé la superficie y eliminé el polvo y las briznas que habían caído. Una vez liberado ese albor, con la cuchara coloqué la primera porción en una copa de cristal.
Le agregué mermelada de fresas naturales que previamente hice en casa con azúcar mascabado, cardamomo y gotas de limón. Añadí la segunda capa de nieve y coloqué en la punta, mermelada de frambuesa hecha de la misma forma. Inserté hojas de hierbabuena de mi pequeño jardín. Probarlo fue superior a lo imaginado. Dulzura y acidez junto a un crujir suave. Era el agua con perfume de bosque en mi boca.
4. Tomé aquel cuerpo del ave muerta en mi recámara. La circundé con tallos de lavanda y un rosal blanco del jardín, anudados con un listón anaranjado. La llevé de viaje. Cruzamos hilos de nieve y frío. En la mañana excavamos a los pies de un oyamel. Lo necesario para eliminar la nieve y descubrir el vientre negro y oloroso del bosque. Sahumé su cuerpo con un hato de salvia. Luego de un beso, la tierra fue su manto. Allí, ella sería el exquisito plato de otras urgencias. Flotó en el aire la idea de que habíamos enterrado a un ave. Y me di cuenta de que no, no fuimos a enterrar un ave: fuimos a devolver un canto a la tierra.