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Corazón ardiente
En la entrada del templo del Oráculo de Delfos estaba inscrito la frase “conócete a ti mismo”; ciertamente la persona que se conoce en su intimidad engrandece la facultad de ser ella misma, fortaleciendo su originalidad, individualidad y, sobre todo, los infinitos caminos de la libertad que la hacen ser irrepetible, por ello jamás se equivocó el filósofo Søren Kierkegaard, quien señalaba que la forma más profunda de desesperación es la de aquel que ha decidido ser alguien diferente.
ME TEMO
Comento lo anterior dado que me desconcierta ver la manera en que, en muchas ocasiones, las personas consumimos la existencia comparándonos con los demás, la forma en que sofocamos la mente y el alma con prejuicios, y el tiempo que ocupamos avinagrando el alma propia cuando juzgamos a los demás, o bien cuando percibimos que hemos sido juzgados, sin nunca haber descubierto nuestra personal esencia.
Me temo que, frecuentemente, nos perdemos buscando felicidades donde no debemos y que, en ocasiones, el carecer del valor para ocupar o llenar –a lo profundo, largo y ancho– ese lugar que a cada quién nos corresponde en este mundo y que es menester descubrir, al paso del tiempo conduce a martirios innecesarios.
LO PEOR…
Desembolsamos tiempo y energía en ver lo que otros tienen, pero que personalmente nos hace falta. Así, por ejemplo, envidiamos a quien ha forjado fortuna, a ese que tiene una mejor casa o carro, al de más “éxito” profesional, al que lleva a sus hijos a escuelas de más “prestigio”, a quien la vida le ha dotado de belleza física, esbeltez o salud, a esa persona que goza de “roce” social, y hasta a aquellos que tienen “mejor” pareja; en fin, la lista de comparaciones es interminable, pero en el fondo de cada compulsa que hacemos habita el pecado capital de la envidia y, desde luego, la inconformidad de aceptarnos y valorarnos tal como somos.
Lo peor del caso es que cuando las personas nos comparamos o juzgamos a nuestros semejantes vemos lo que queremos ver y oímos lo que deseamos escuchar, pero pocas veces ponemos en esa misma balanza el peso de nuestra propia alma. En rarísimas ocasiones cuestionamos si en verdad estamos cumpliendo con el propósito de nuestra personal existencia y, con el tiempo, también llegamos a ignorar los grandes tesoros que se resguardan en nuestro interior.
TODO EN SU SITIO
Es lamentable constatar que en la actualidad la moda exige traer pegada en la piel la necesidad de mendigar lo que personalmente no somos, abandonando al lado del camino nuestras personales potencialidades. A veces pienso que esta manera de actuar es una coartada para justificar una especie de cobardía que habita dentro del corazón.
Tal vez sufrimos innecesariamente y de paso olvidamos que la vida vale por lo que cada uno es, por el entusiasmo que individualmente le ponemos al oficio que Dios ha puesto en nuestras manos, por el sudor que se encuentra detrás de nuestras alegrías, por el sentido que le damos al sufrimiento que, de tiempo en tiempo, aparece para recordarnos lo profundamente humanos que somos y lo mucho que nos necesitamos los unos a los otros.
Posiblemente existen millares de móviles por los cuales evitamos ocupar el lugar que nos corresponde en la vida, pero uno por el que andamos verdaderamente encorvados es por ignorar que en la existencia no hay ni mejores ni peores oficios, ni seres humanos superiores o inferiores a otros, ni posiciones sociales o económicas que sean vergeles para la felicidad.
Ignoramos que simplemente existen buenos o malos “oficiantes”, personas que emprenden su vida en pos de ideales excelsos y otras que claudican ante las seducciones de la comodidad o el mundo.
MÁS BIEN
Aclaro que cuando expreso que es bueno ocupar el lugar que nos corresponde no me refiero a resignarnos con lo que hoy somos, tampoco hablo de esa complacencia maligna que, en ocasiones, usamos para apaciguar las ganas de existir, ni de esas actitudes en las cuales, en ocasiones, nos marinamos para amordazar los anhelos de ser, de crecer.
Más bien, me refiero a buscar, descubrir, vivir, gozar y verdaderamente amar la razón de ser de nuestra personalísima existencia, de satisfacer plenamente el sentido de nuestra personal vocación, pero sin ambicionar lo que otros son, tienen, hacen o viven. Es decir, que nos abracemos fuertemente –con la cabeza, el corazón y las manos, sin titubeos– al timón de la vida para navegar alegremente los misteriosos mares que habremos de cruzar.
PLENITUD
De esta manera, el que es padre de familia, que lo sea sin reservas; el esposo(a), que viva sin vacilar el amor incondicional que lo condujo al encuentro de su pareja; el maestro, que ilumine su vida con las dudas de sus alumnos para buscar la verdad; el político, que sea honesto y leal a sus votantes; el cocinero, que sazone con generosidad sus platillos y días; el médico, que cumpla con su promesa de médico; el jardinero, que haga florecer los jardines; el joven, que mantenga sus ideales, con el alma muy despierta, emprendiendo esos sueños con las manos; el adulto, que sea testimonio de verdad, fe, congruencia y esperanza; el viejo, digno de los años vividos y generoso para compartir sus experiencias; el hombre, que con su hombría deje que la mujer sea; y la mujer, con su femineidad y belleza, haga que el mundo viva el amor y que la vida continúe siendo vida.
Si ocupáramos a plenitud, sin confusiones, el nicho que a cada quien corresponde, podríamos descubrir el sentido del orden y, de paso, adquiriríamos la conciencia de nuestras posibilidades y limitaciones, siendo esta la manera más sencilla para aniquilar, de un tajo a esa envidia que mora en las almas mediocres.
ESPACIOS…
Entonces, si aquél es el que vacía, uno es quien debe llenar; si el otro es el que critica, uno el que le apueste a construir; si aquél es el que quiere ser servido, uno debería ser el que quiera servir. Así, de paso, aprenderíamos que si en la vida se desea abundancia, hay que dar abundancia; si acaso se quiere respeto, hay que respetar; y si se busca comprensión, primero hay que comprender para luego ser comprendido.
Creo que en lugar de desear lo que no es nuestro, o pretender ser lo que no somos; en lugar de criticar o juzgar, es mejor extender ampliamente los brazos para acoger la vida tal como personalmente nos llega, para así saciar plenamente nuestro espacio personal, y así poder luego llenar cada corazón que encontramos por el camino; pero para eso primero debemos reconciliarnos con nosotros mismos, comprender que lo que auténticamente vale en la vida es lo que llevamos por dentro, lo que somos, eso que nos permite descubrir y amar.
El vacío que primero hay que llenar no ese que se piensa afuera, sino, precisamente, el que poseemos en lo profundo del alma. Y para colmarlo en abundancia es necesario ser uno mismo, dejando de compararnos, evitando los prejuicios.
Así, entonces, podremos caminar en paz en la senda de la vida con los brazos abiertos y con ese corazón ardiente y palpitante que hace todo posible, inclusive lo imposible, porque se sabe que se ha descubierto la inmensidad de la presencia de Dios en nuestra cotidianidad.
cgutierrez@itesm.mx
Programa Emprendedor
Tec de Monterrey
Campus Saltillo