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Correos
Yo debería llevar en la frente, a más de la bien merecida letra pe, una palabra inscrita en grandes caracteres: ¡GRACIAS! La gente es muy buena, bonísima, conmigo. Me topo con alguno de mis cuatro lectores, o con alguien que ve mis comentarios en la tele, y me recubren de piropos de la cabeza a los pies, tanto que a veces pienso que me están confundiendo con otro.
En el correo, electrónico o de cartero, me sucede lo mismo. Muy rara vez recibo eso que los americanos llaman “hate mail”, mensajes de odio. Hago excepción de las veces en que critico a López Obrador: en esas ocasiones sus vehementes partidarios agotan en mí todo el riquísimo catálogo de maldiciones de uso en México. Incluso aprendí algunas que nunca había oído. Pero el 99 por ciento de los mensajes que me llegan son de esos que enriquecen la vida del escribidor y hacen que su tarea valga la pena.
Miren ustedes, por ejemplo, éste que llegó ayer a Reforma, enviado por un lector de la CDMX: “He encontrado la combinación ideal para empezar muy bien el día: Catón y una taza de café. Gracias por enseñarnos que hay más gente buena que mala, y gracias por hablar de Saltillo como lo hace: ahí nació mi madre...”.
O este otro mensaje, de un lector de Dallas, Texas: “...Yo tampoco soy masón, y, lo mismo que usted, también fui víctima del oscurantismo que enseñaba que los masones eran de lo peor. Mi esposa y yo vivimos en Dallas, y hasta acá vino uno de nuestros hijos con su esposa y sus cuatro niños. El mayor, de 14 años, sufría de escoliosis; su columna vertebral estaba como la carretera de Mil Cumbres. Su pediatra de México lo remitió al hospital Scottish Ride. Ahí le hicieron todos los análisis y pruebas requeridos; lo operaron; le pusieron una especie de poste, y lo dejaron derechito. ¡Hasta aumentó 5 centímetros de altura! El hospital es de primera; de lujo diría yo. La atención no puede ser mejor. Atienden a niños solamente. Y todo el tratamiento de mi nieto fue gratuito: los gastos de ese enorme, lujoso y eficiente hospital son cubiertos por... ¡los masones!”.
Pero no sólo de ciudades grandes recibo comunicaciones. Mi editorial, Diana, del Grupo Planeta, me hizo llegar una carta que, por no conocer mi dirección, remitió ahí una lectora de Ixtaczoquitlán, Veracruz. Díganme ustedes si la lectura de estos párrafos no es para dar gracias a Dios por llegar con la palabra a personas como la que esta carta firma:
“...Me tomo el atrevimiento de enviarle por conducto de esa editorial todo el reconocimiento que merece por su valentía, su don de hombre cabal y su clara inteligencia para dilucidar como se debe la verdadera historia de nuestro País, sin ataduras a dogmas del pasado. Me han conmovido profundamente sus dos libros de ‘La otra historia de México’: primero ‘Juárez y Maximiliano; la roca y el ensueño’, y luego ‘Hidalgo e Iturbide; la gloria y el olvido’. A lo largo de su lectura llegué a llorar de emoción, cosa que jamás me había sucedido al leer a otros historiadores, incluyendo a José Fuentes Mares, amigo entrañable de mi juventud, ahora tan lejana. Nací en Chihuahua; ahí conocí a Pepe en las reuniones del Club de los Pocos, inolvidables veladas literarias. Ahora radico en este bello pueblito del estado de Veracruz, entre Orizaba y Fortín de las Flores.
“Diariamente leo a Catón, amigo mío sin conocerlo, quien, aparte de orientar a la República (que buena falta le hace), nos llena de buen humor con sus chascarrillos, que cuenta con la finura que de él emana, aunque esos cuentos sean rojos, verdes o de cualquier color. Por todo eso ¡gracias, don Armando!, y reciba mi afecto, respeto y admiración...”.
La verdad ¡qué bonito es escribir cuando le escriben a uno así!