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Crónicas de pueblo polvoriento
Era aquel un pueblo condenado por el hambre.
Su gente famélica le debía su supervivencia al olvido de la importancia de comer, más que a su pobre ingesta calórica.
Los negocios de comida cerraron porque nadie acudía, y es que no había mucho que vender y menos con que comprar.
Pero por trágico que pareciera, nadie en realidad lamentaba la suerte del pueblo aquel: Los niños crecían creyendo que aquella inanición suya era un estado natural y, una vez que alcanzaban la adultez, ya estaban más allá de cualquier aspiración.
Era quizás por la misma frugalidad de la dieta que muchos alcanzaban la vejez, reseco epílogo de vidas tristes, estériles, monótonas e improductivas.
Preocupado por el “qué dirán”, más que por la situación misma (como a menudo sucede), el Gobierno reunió a sus mejores cabezas, a sus más eminentes pensadores, analistas, consultores, asesores, consejeros y expertos para buscar posibles soluciones.
Las primeras ideas, encaminadas a fortalecer la economía del pueblo, a capacitarlo, a educarlo y motivarlo, fueron enérgicamente rechazadas por ridículas.
Inesperadamente, un burócrata gris tuvo su momento de lucidez y alzando la mano pidió la palabra: “¿Y si en vez de llevarle comida a la gente, llevamos a la gente hacia la comida?”
La idea parecía un tanto arriesgada, pero plausible. Entre todos comenzaron a discutir las posibilidades y pronto estaban ya afinando los detalles de aquella loca iniciativa.
Los inanes lugareños fueron oportunamente notificados del Carnaval de la Comida próximo a realizarse, pues un carrito de perifoneo se encargó de llevar la venturosa noticia hasta el último rincón polvoriento del pueblo famélico.
“¡Ven y descubre las bondades del buen comer!”. “¡Asiste con tu familia y nútrete!”. “¡El Gobierno invita!”, entre otros optimistas exhortos de fórmula repetía el desvencijado carrito en letanía de altoparlante saturada de decibeles.
Grandes carpas se instalaron en el centro de la plaza principal para celebrar el mentado carnaval. Allí, los mejores cocineros del País montaron mesas de manteles largos con sus viandas más exquisitas.
El Gobernador inauguró con toda pompa aquel evento fastuoso, que fue reseñado al día siguiente por la prensa como un indiscutible logro de una administración decidida a erradicar de una vez y para siempre el hambre de aquella comarca.
Atónitos, los desventurados lugareños conocieron el exótico aspecto de los platillos gourmet y respiraron los efluvios de la alta cocina. Pero acostumbrados a una dieta frugal y muy rudimentaria, juzgaron los portentos gastronómicos como una caprichosa cursilería.
Invitados de otros confines del mundo, destacados chefs internacionales dictaron sendas conferencias sobre los secretos de su delicado arte. Aunque por supuesto, para un pueblo muerto de hambre, aquellas pláticas no revestían el menor interés y los auditorios estaban desiertos.
El lucimiento del carnaval estaba en riesgo. El burócrata gris (que gracias a su idea había sido nombrado sub vice codirector adjunto del carnaval), ordenó un rápido operativo de acarreo, con la misma gente del pueblo pero con su voluntad comprada.
Las salas de conferencia ya lucían repletas, y se lograron muy buenas fotografías. Pero los gastrónomos, chefs y maestros culinarios se sentían igual de solos, pues hablaban para un público cuyo concepto de la comida era tan concreto y elemental, y su interés tan escaso, que no participaba en absoluto de la materia a discutir.
Al carnaval asistieron muchos por obligación, otros porque quisieron pasar refinados y otros por puro aburrimiento. Paseaban por los corredores sin poder acceder a aquellas suculencias (cuyos precios eran prohibitivos) pero sobre todo, sin poder comprenderlas.
La comida allí era objeto de culto, de veneración, pero no algo que la gente del pueblo concibiera para su consumo.
El evento servía además para que los críticos de la gastronomía local (que increíblemente los había) sostuvieran virulentas guerras epistolares y periodísticas, escribiendo panegíricos a sueldo y diatribas con altísimas concentraciones de ponzoña, pero así aquella élite tenía por fin un evento a la altura de su ego.
El Carnaval de la Comida recibió tan buenos comentarios, tan encomiásticos, (y es que todo el que se atreviera a criticarlo no era más que un ardido, muerto de hambre, ganoso de atención), que decidieron repetirlo al año siguiente y hacerlo aún más grande, y así cada año había un carnaval más costoso y deslumbrante, superado sólo por la expectativa puesta en la siguiente edición.
Por ello, a la hora de hacer el balance, seguía siendo un misterio que pese al éxito administrativo, el valor cultural y el impacto social del carnaval, la gente de aquel pueblo siguiera perpetuamente desnutrida.
FIN.
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