Crónicas pejianas. El fenómeno de la corrupción Vol. 1

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Crónicas pejianas. El fenómeno de la corrupción Vol. 1

Si nosotros no exigimos incorruptibilidad de nuestros funcionarios es porque su gran cómplice y beneficiado colateral somos nosotros

La viga que apuntala toda la esperanza que entraña el proyecto amloista es la extirpación de la corrupción enquistada en la vida pública.

Digo, por si no le quedó suficientemente claro, luego de que don Andrés lo repitiera como mantra y excusa retórica durante todos los debates, interpelaciones y entrevistas en campaña.

Me pregunto: ¿Será cierto que en la medida en que extirpemos el cáncer de la corrupción, toda nuestra calidad de vida experimentará una mejoría no sólo notable, sino sustancial?

Dicho de otra forma: ¿Será verdad que la corrupción es la causa y origen de todos nuestros males como sociedad?

Empíricamente puedo decir que sí.

De hecho, y aunque nos cueste trabajo aceptarlo, México es al día de hoy la dieciseisava economía del mundo, según indicadores del Fondo Monetario Internacional (y eso que ocupamos nuestra peor posición en dos décadas).

Entonces, si estamos tan bien, ¿cómo es que estamos tan mal?

La economía no es lo que nos golpea, sino la desigualdad, esa injusticia y falta de sentido humano con que está distribuida la riqueza de nuestro País.

Si a ello le sumamos el aparato de opresión en que se han convertido nuestros gobiernos (locales y federal), no resulta descabellado afirmar entonces que sin ese pequeño detalle de la corrupción, quizás no seríamos una sociedad perfecta hasta la utopía, pero sí nos andaríamos dando un quién es quién con dos que tres súper potencias de esas que se sienten muy muy nomás porque comen todo orgánico y redujeron a cero sus emisiones de carbono.

Yo fui presidente de la sociedad estudiantil en la secundaria, pero lo hice sólo por la pensión que pensé que iba a recibir ad vitam después de mi gestión. Así que veo difícil que vuelva yo en esta vida a incursionar en la política. Sin embargo, de llegar a presidir yo cualquier comité, junta vecinal, organización, club, municipio, entidad federativa o país, para mí sería prioritario que mis subalternos no incurrieran en actos de corrupción porque, ¿qué caso tiene encabezar una administración con una conducta intachable, si por debajo del organigrama todos se están despachando con el cucharón del helado.

Negar el problema de la corrupción, minimizarlo, como se ha hecho durante la agonizante administración, o atribuirle una propiedad “cultural”, como hizo su titular, es irresponsable y negligente, pues sirve como excusa para que haga nada precisamente quien más debería estar haciendo algo (mucho) al respecto: el jefe de la nación.

Si bien, no podemos (no debemos) asumir la pasiva postura del Ejecutivo, de que la corrupción es cultural, debemos admitir al menos que no es un fenómeno circunstancial, sino inherente a quien hace la cultura: el hombre, es decir, nosotros.

Entonces: ¿Tiene objeto hacer esfuerzos en este sentido desde lo administrativo? ¿No sería una mejor idea trabajar desde lo social?

Bueno, sí y no. O quiero decir, sí y sí.

Lo urgente e imperativo es sanear la administración, mientras que una estrategia a largo 
plazo debe orientarse a fortalecer la ética ciudadana.

Reconozcamos que si el gobierno no trabaja debidamente para fomentar los valores cívicos, es porque tendría después que responder por sus acciones ante una sociedad de moral elevada. Y si nosotros no exigimos incorruptibilidad de nuestros funcionarios es porque su gran cómplice y beneficiado colateral somos nosotros mismos (la chambita, el huesito, la plaza, la condonación de la multa, del impuesto, la beca pa’mijo, el negocito, el chayote periodístico, etcétera).

En efecto, la corrupción es como el adulterio, se necesitan mínimo dos dispuestos a participar, pero la participación de uno de estos (hablando de corrupción, claro) se dará desde el servicio público en menoscabo del interés común.

Y aunque la administración pública se conforma de individuos de esa misma sociedad a la que se supone debe servir (personas proclives a corromperse), aun así estimo que se debe comenzar a trabajar desde lo administrativo.

Lo social, como ya dijimos, sólo rinde fruto en el largo plazo. Lo apremiante es detener el proceso de deterioro de nuestras instituciones.
Y no basta, obviamente, la pretendida superioridad moral del titular del Poder 
Ejecutivo, ni su solo ejemplo, para blindar su administración de actos perniciosos.

La prioridad es implementar mecanismos disuasivos y candados definitivos que obstruyan la comisión de estos delitos. Candados que no sean sorteables y puedan aplicarse, si no desde primer día de su sexenio, al segundo por lo menos y no sean fácilmente anulados por administraciones subsecuentes. Y junto a ello, un sistema de justicia que castigue con eficacia la corrupción (ello si tiene valor disuasivo) y que no sea así mismo paradigma de todos los vicios que nos consumen.

Cumplido lo anterior, las condiciones están dadas para prometer materialmente lo que sea. Antes no.

El presente texto no tenía la intención de ser una disertación filosófica, sino un comentario muy concreto sobre algo que nos afectará a todos de forma directa durante el próximo mandato presidencial.

Pero me fui de largo, como suele pasar, con el pie de análisis. Nos vemos el jueves para intentar aterrizar debidamente estas crónicas pejianas.

petatiux@hotmail.com 

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