Usted está aquí
Cuarentena Episodio IV. En López-Gatell confiamos o “¡Hágase tantito a la ch***, señor Presidente, que esto es cosa seria!”
Creo haber contado ya en este espacio cómo fue que dejé de fumar hace aproximadamente quince años.
Y no me refiero a las razones para abandonar el odioso/delicioso hábito de inhalarse a la muerte en espesas y cálidas bocanadas de apestosa nicotina (válgame recordar que la mejor razón que tuve en su momento fueron los gorrones).
Hablo más bien de lo que me ayudó a asumir dicha determinación y que no fue otro que el consejo de un médico en forma de un amable regaño, una severa admonición con un guiño de complicidad.
Sucede que llegué al consultorio con la resignación que sólo un hipocondriaco conoce de que sería diagnosticado con cáncer y que ya sólo se me procurarían los cuidados paliativos para en tanto el Señor se apiadaba en llevarme a su lado.
“Traes una laringitis padre”, fue el diagnóstico, “al parecer de origen viral”.
Ya una vez que me vio recompuesto, el buen doc me preguntó si fumaba y cuando le contesté afirmativamente me conminó a que dejase el vicio inmediatamente, fundamentalmente por ser algo tan inocuo como estúpido.
“¡Échate tus whiskys si quieres, pero el cigarro no sirve para nada…”, recuerdo que sentenció.
Créalo o no, ese fue el fin de mi historia con el cigarrillo. Resulta que unas cuantas palabras sensatas, dichas por alguien con la debida autoridad, fueron todo lo que jamás necesité.
La clave en todo esto está en el profundo respeto que me infunden los profesionales de la ciencia médica, a quienes percibo dotados por el aura resplandeciente del conocimiento, misma que a su vez les da imperio para decir qué es lo mejor para uno.
Esta dignidad tan intrínseca a los doctores, las doctoras, por supuesto y les –otra vez– “doctores”, se cifra en el sencillo hecho de que ellos sí estudiaron para obtener su título universitario, a diferencia de la mayoría de nosotros que nomás fuimos a pegarle al vivo. Eso y a que asumen como parte de su cotidianidad todas las implicaciones, éticas y morales, de trabajar con la vida y salud de sus pacientes (o sea, uno). Y aunque no son infalibles, son lo mejor y lo único que tenemos para hacer llevadera nuestras achacosas existencias (bueno, están las consultas por internet, pero siempre resulta ser cáncer).
Por todo lo anterior, me parece atinadísimo que la Presidencia de la República haya descansado en el Subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud, de la Secretaría de Salud, doctor Hugo López-Gatell Ramírez, toda la comunicación con las debidas actualizaciones e indicaciones pertinentes respecto a la actual pandemia mundial de COVID-19.
Siendo su especialidad precisamente la epidemiología, ésta le convierte en el funcionario con mayor credibilidad de todo el Gobierno federal y la estrella más candente de todo el gabinete del momento. Su dominio de la materia es el mejor pódium al que podría subirse, a diferencia de cualquier otro funcionario que tendría que estar leyendo tarjetas y quizás improvisando.
Su timing fue además el adecuado, pues durante las fases iniciales fue sensibilizando a la población sin hacer sonar las alarmas antes de tiempo (por mucho que estuviera jodiendo la oposición para esto), ya que ello habría provocado reacciones de pánico innecesarias.
Y cuando la declaración de la fase 2 resultó ya impostergable, su comunicación no pudo ser más clara, enérgica y puntual.
Su enfático y reiterativo mensaje no dejó lugar a dudas ni a malinterpretaciones: “¡Quédate en casa!”, fue al mismo tiempo una recomendación, una súplica, una orden y para emitirla echó mano de toda la autoridad que su categoría de hombre de ciencia le confiere.
Qué bueno que fue el doctor López-Gatell y no AMLO, pues si el Presidente se hubiese empeñado en monopolizar la palabra y la postura oficial como suele hacerlo en todos los temas concernientes a su administración, sean o no de su esfera de competencia (sin importarle de hecho si le rebasan por mucho) entonces inevitable y desgraciadamente se habría politizado la información y trivializado el mensaje que hoy, como pocas veces, es asunto de vida o muerte.
Si AMLO hubiese salido a instarnos a guardar reclusión, por grande que fuese la necesidad, por apremiante que fuese la situación (como de hecho lo es), oposición y detractores habrían puesto las naturales objeciones, reparos y empachos.
Pero además, y por desgracia, la comunicación habría adquirido ese mismo cariz con que ha dotado a todo el discurso oficial durante lo que va de su gestión: un tono chacotero, informal, que no se sabe si habla en serio, o es sólo una provocación, o mera ocurrencia.
En serio que gracias, señor Presidente, por haberse hecho tantitito a la ch… y dejar que un hombre de ciencia nos diga, sin adornos o ambages y con todas las precisiones necesarias (sin ánimos de adornar la realidad), lo que tenemos qué hacer durante las semanas venideras.
Usted, Presidente, puede seguir malgastando su capital político, reduciendo día con día sus bonos, dejándose ver saludando de beso y abrazo a la familia y colaboradores de “El Chapo” Guzmán. Y puede darse el lujo de tirar al caño la oportunidad única de ser nuestro líder sensato, responsable y estoico durante una crisis planetaria sin precedente, para seguir jugando a ser el niñato irresponsable retando a la suerte.
En tanto tenga su gabinete a un López-Gatell y México tenga a todos sus valientes médicos y enfermeros para indicarnos qué hacer, superaremos este trance de la mejor manera posible.
facebook.com/enrique.abasolo