¿Qué hacían los saltillenses -y las- cuando no había aquí hoteles de paso? Lo mismo que en esos hoteles se hace se ha hecho siempre. Quiero decir que siempre han existido los amores clandestinos, los que buscan la sombra.

Eso de “la sombra” es un decir. En Monterrey, ciudad muy dada a la estadística, se ha comprobado que la mayor ocupación de los moteles de paso se registra en las horas de la mañana, entre 9 y 12. Tal es la hora -extraña coincidencia- en que muchas señoras van al supermercado o a desayunar con las amigas. Al menos eso dicen después a sus maridos: que fueron a desayunar con las amigas o que andaban en el súper. A lo mejor algunas son parte de la estadística que dije.

Permítanme presentarles ahora a una señora de Saltillo. Hace ya muchos años que murió, pero se las presento de cualquier manera. No puedo decir su nombre, y en la presentación ella lo dice en voz tan baja, y tan de prisa, que no se alcanza a escuchar bien. Esta señora es de la clase media. No es ni rica ni pobre. Vive en casa de renta.

La señora tiene marido, pero no hijos. “Dios no me los mandó” -responde con acento apesarado cuando alguien le pregunta que cuántos hijos tiene. Y añade inclinando la cabeza: “Hágase Su Divina Voluntad”.

El marido trabaja, y gana poco. En aquellos años todos en Saltillo ganaban poco, menos los pocos que ganaban mucho. La señora quiere ayudar a su marido en la misma forma que el pequeño escribiente florentino ayudaba a su papá: sin que éste lo supiera. Vamos a ver cómo lo ayuda.

Se ha detenido un carro de sitio frente a la casa de la señora. De ese coche baja una dama que entra en la casa, presurosa. Se va el carro, y poco después llega un caballero, que entra también. La puerta se ha abierto a su llegada, lo que nos hace pensar que la señora de la casa lo esperaba, y que no quería que se advirtiera su llegada.

Entremos también nosotros a la casa. Es nuestro privilegio: mirar sin ser mirados. La señora conduce al caballero y a la dama a la recámara y ahí los deja. Luego ella sale de la casa. ¿Qué haremos nosotros entretanto? Sigamos a la señora. Va al mercado y compra algunas cosas. Se pone luego a ver los aparadores de las tiendas. Llega de pasadita a San Esteban, “nomás a persinarme, porque tengo prisa” dice a la amiga a quien encuentra a la salida. Luego vuelve a su casa, porque han pasado ya dos hora.

El caballero ha salido de la casa, y la dama ha salido también poco después. Entra la señora, y en la mesita de la sala encuentra un billete de 10 pesos. Eso es lo que cobra por el alquiler de la alcoba conyugal. Va a la recámara, quita las sábanas y pone otras. Así ayuda esta señora a su marido, como el pequeño escribiente florentino: sin que el ayudado sepa.

Cierto día no llega la dama. Le dice el caballero a la señora:

-Ya no vino.

Luego dirige la mirada a la recámara y pregunta:

-¿Qué le parece si…?

Y dice la señora:

-Bueno.

Y es que dos billetes son  mejores que uno. Proporcionan más ayuda.