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De braguetas y otras inquietudes
Cuatro señales te avisan que has llegado ya a la tercera edad.
Primera: se te olvidan los nombres.
Segunda: se te olvidan las fechas.
Tercera: se te olvida subirte el zipper.
Cuarta (la más alarmante de todas): se te olvida bajarte el zipper.
Tengo un pícaro amigo que dice que llegó ya a la edad del coche deportivo. No falta quién le pregunte:
-¿Dices que has llegado ya a la edad del coche deportivo porque te gusta, como a algunos maduros playboys, andar en uno de esos coches deportivos rojos, convertibles, a los que dicen que las muchachas se suben solas?
-No -responde mi amigo en tono desolado-. Digo que he llegado ya a la edad del coche deportivo porque mira: quemacocos (y se toca la cabeza calva); llanta ancha (y se coge las llantitas o abundancia de grasa en el abdomen); el escape abierto (aquí se señala atrás)... y la palanca al piso (aquí no digo qué se señala).
El problema de la juventud consiste en que los jóvenes son demasiado tontos para gozarla, y los viejos demasiado viejos para disfrutarla. Digo eso porque en verdad la edad mayor tiene muchas cosas disfrutables. No debes ya competir por tu lugar sobre la tierra, ni por la hembra con que yacerás. Los amigos ya no te decepcionan, pues te quedan los verdaderos, y además eres lo suficientemente sabio para aceptarlos como son, igual que ellos te aceptan tal como eres. No te deslumbran ya los espejismos del dinero, pero tienes el suficiente para no caer en la pésima tentación de hablar mal del dinero. Estás poseído por una serenidad que te aleja del sonido y la furia de los tiempos idos...
Es cierto, la vejez no tiene mucho futuro. Pero si aprendes a aceptar la idea de la muerte como una parte de la vida, y quizá como otro nacimiento; si ya arrojaste de ti la fea carga de temor que te echaron encima cuando niño aquellos perversos predicadores que te asustaban con la idea del infierno y del terrible juicio del Señor, entonces esperarás la muerte con ánimo tranquilo, como a una buena madre que te recogerá en su seno, igual que hacía tu mamá cuando te recibía en los brazos después de que jugaste todo el día, para que te durmieras junto a su corazón.
El otro día bajé a desayunar en la cafetería del Hotel Fiesta Americana, de Hermosillo. Al sentarme en la mesa de los amigos que me esperaban, uno de ellos, cubano, me dijo en voz baja apresuradamente:
-Traes abierta la portañuela.
Jamás había oído yo esa palabra, y sin embargo supe de inmediato lo que me estaba diciendo. Me llevé la mano al zipper y lo subí, apenado. Con mayor pena medité luego en la vanidad de las humanas cosas: cuando iba llegando a la cafetería noté que unas muchachas me miraban y se decían algo entre ellas, sonriendo. En mi vanidad pensé que lo que decían era: “Mira, ése es Catón”. No. Seguramente lo que se dijeron fue: “Mira, ese pobre viejito trae abierta la bragueta”. Lo dicho: vanidad de vanidades, y todo vanidad...
Me sirvió de consuelo la adquisición de la nueva palabra: “portañuela”. ¡Qué vocablo tan lindo y sonoroso! Lo registra el Diccionario de la RAE: “Portañuela: Tira de tela con que se tapa la bragueta o abertura que tienen los pantalones por delante”. Me gusta la terminación diminutiva, y la idea de puerta. En General Cepeda había un travieso dicho que usaban las mujeres para aludir al hombre que traía abierta la bragueta. Decían con sonrisa pícara: “La tienda abierta, y el dependiente dormido”.