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De la cintura para abajo (II)
Don Luterito vino a Saltillo con su hijo de 16 años. Quería que el muchacho aprendiera las cosas de la vida, esas cosas que sólo en la gran ciudad podía aprender. Con esa expresión, “las cosas de la vida”, don Luterito designaba lo relativo al trato de hombre con mujer.
Trajo al crío y lo llevó consigo a la obligada visita al Santo Cristo, y luego a comprar el mandadito. Corría el mes de enero, y en cada tienda recibió don Luterito el almanaque con el cual los comerciantes solían agradecer la preferencia de sus clientes. Pagaba don Luterito la compra hecha y preguntaba:
-¿Y mi almanaque?
El tendero sacaba uno de abajo del mostrador y se lo daba.
Caía ya la tarde cuando padre e hijo volvieron al Hotel Jardín. Don Luterito pidió en la administración que le llevaran agua al cuarto, y un joto acudió a llenar la jarra y el aguamanil. Mientras lo hacía miraba goloso, de soslayo, al apetecible mancebo que estaría seguramente lleno de rijos no estrenados.
Se lavó cara, cuello y axilas don Luterito, y luego su hijo hizo lo mismo. Después se dirigieron los dos a la calle de Terán. Ahí estaba la zona de tolerancia; ahí recibiría el muchacho su primera lección sobre las cosas de la vida.
Entraron en uno de los congales de la zona, aquel que visitaba don Luterito cuando venía a Saltillo. Buscó el viejo con los ojos a su marchante de costumbre, a la mujer cuyos servicios requería siempre. La señora era diestra en su oficio, y era limpia, y era también paciente y comprensiva. Vino ella y saludó:
-¿Cómo le va, don Luterito?
-Muy bien, doña -contestó el ranchero-. Aquí le traigo un cliente nuevo. Es m’hijo, y viene a hacer su primera comunión. A’i se lo encargo.
Sonrió la mujerona. No era la primera vez que uno de sus parroquianos -con perdón sea dicho- le pedía que a su hijo le enseñara cómo.
-Encantada -dijo la mujer usando una expresión de moda en las señoras bien-. ¿No se toman antes una cervecita, o una copa?
-El muchacho no bebe -dijo don Luterito.
-Bueno -respondió ella-. Entonces pa’ luego es tarde.
-Pórtese hombrecito –le ordenó el ranchero a su hijo-. No me haga quedar mal.
Y le deslizó tres billetes de a peso y un tostón. Eso, 3.50, costaban los servicios de la doña. Tomó de la mano la mujer al nervioso mancebo y lo condujo por un estrecho corredor a la accesoria donde ejercía su oficio.
Esperó don Luterito en calma, bebiendo una cerveza y escuchando la música de la radiola. Pasó una media hora, y apareció de pronto la mujer. Venía riendo con grandes risotadas. El muchacho la seguía lleno de turbación.
-¿Qué pasó, doña? -preguntó con inquietud don Luterito-. ¿No estuvo éste a la altura?
-Sí, estuvo -declaró ella sin dejar de reír-. Es todo un hombrecito, y tiene hasta de sobra eso que le gusta a la mujer.
-Entonces -inquirió don Luterito- ¿por qué la risa?
Contestó la mujer, regocijada:
-Es que al terminar me pagó, y cuando le recibí el dinero me dijo: “-¿Y mi almanaque?”