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De lo bueno, poco. Y de eso poco, mucho
Una vez oí hablar de cierto pequeño lugar del sur de la República, villorrio apartado de las ciudades grandes, recostado en las faldas de una de esas montañas de nombre mexicano, junto al afluente de un río cuyo nombre conocen nada más los estudiosos de libros de geografía.
Pacífico era ese pueblo, conservador, tradicional. Sus vecinos, buenos “católicos cristianos” —así decía el señor cura García Siller, de felicísima memoria—, estaban dedicados a la agricultura y a la pequeña ganadería, y conservaban aún las costumbres de sus antepasados. No los inquietaban las cosas del mundo exterior, y sólo por algún viajante de comercio o por algún periódico de la Capital, que llegaba con retraso de semanas se enteraban de lo que sucedía en el país y el mundo.
Como ecos distantes oían noticias de guerras y revoluciones, de magnicidios cometidos en las personas de reyes, príncipes o potentados. No los inquietaba enterarse de tremendas quiebras financieras, de estrepitosas bancarrotas, de alzas y bajas de los precios… Ellos como si nada: vivían la vida patriarcal de aquellos tiempos idos que unos decían de Maricastaña y otros llamaban “los años de la canica”, sin saber quién era la tal Maricastaña ni explicar a cuál canica se refería la expresión.
Ningún problema había nunca en aquel pueblo. Digo mal. Había un problema grave: los párrocos no duraban nunca. Llegaba uno y al poco tiempo se iba. Venía otro, y tampoco hacía huesos viejos. La parroquia era excelente; rendía muy buenos estipendios, jugosos diezmos, primicias atractivas... El clima del lugar era propicio; de buen natural era la gente. Y sin embargo los curas no duraban. Llegaban y al poco tiempo se iban.
El señor Obispo llamaba a uno de sus sacerdotes y le decía:
—Prepárese Su Paternidad, pues le voy a encomendar la parroquia del pueblo tal.
Nomás decía Su Excelencia el nombre del lugar y los señores curas se angustiaban y echaban a temblar, pues conocían la mala fama de aquel sitio.
¿Qué sucedía allí? ¿Por qué los padres no duraban en el pueblo? Nadie lo sabía. Y sin embargo los lugareños eran considerados buenos, apacibles, mansos, y hasta amorosos.
Allá iba el nuevo cura, como va el cordero pascual al sacrificio. Y en efecto, ni siquiera había acabado todavía de deshacer su equipaje cuando otra vez llegaba la carta dirigida a la cabecera de la diócesis, firmada por todos los vecinos: el nuevo cura no servía para nada; debía el señor Obispo mandar otro de más luces, mayor ilustración, que conociera mejor los sagrados textos y tuviera más ciencia para explicar con amplitud mayor las cosas de la Palabra.
El obispo se avenía a la petición de aquellos comarcanos, pues de ellos recibía, a más de finas atenciones, valiosos obsequios en dinero o en especie. Mandaba a otro párroco. Y poco tiempo después sucedía lo mismo de siempre. Otra vez llegaba la carta fatal signada por todos los vecinos sin excepción, incluídos los más piadosos. Los fieles exigían la dimisión del nuevo párroco y el inmediato envío de otro.
Cierto día el señor Obispo hizo llamar a uno de sus más viejos sacerdotes, ya casi en estado de retiro, y le dijo las palabras fatales:
—Prepárese Su Paternidad, pues le voy a encomendar la parroquia del pueblo tal.
Ganas le dieron al padre de responder que a ese lugar no iba ni de Papa, pero por santa obediencia no respondió. Volvió a su casa y empezó a disponer sus cosas para marchar a aquel curato que nadie quería. (Seguirá).