Pío Baroja recuerda en prosa magistral a “Madame Pimentón”, personaje célebre del Madrid de Comienzos de este siglo, apodada así por su nariz purpúrea, delatadora de los excesos etílicos de la mujer.

Entraba la tal Madame Pimentón a los cafés de fonas y cantaba para la concurrencia con voz desafinada y acento aguardentoso los trozos más conocidos de la zarzuela, la ópera o la opereta. La gente se divertía oyéndola y celebraba con grandes carcajadas sus desentonaciones. Ella no se daba por enterada de aquellas risas y al terminar pasaba muy digna entre las mesas y agradecía con una reverencia las monedas que le solían dar.

Madame Pimentón tenía en su repertorio un aria de “Marina”, la celebrada ópera de don Emilio Arrieta. Aquella que dice: “Marina, yo parto muy lejos de aquí”. Y cuenta Baroja que la delicadeza de la cantante era tal que en vez de decir “parto”, decía “marcho”.
–Es que entre la concurrencia siempre hay señoritas –explicaba–.
Le parecía a Madame Pimentón que aquella palabra, “parto”, evocadora de cosas pasadas innombrables, no era para decirse enfrente de doncellas.

Misterio grande es que, separadas por tiempo y por distancias, las gentes de todo el mundo coinciden en ocurrencias semejantes. Mamá 
Gracia, mi bisabuela materna, tenía los mismos escrúpulos que Madame Pimentón, sin sus defectos. Como sabía bien el rezo del rosario, con todas sus letanías y jaculatorias, cúmulo de indulgencias y de moniciones, era invitada con frecuencia mamá Gracia a rezar el rosario en novenario de difuntos, o en los días todos del mes de mayo, que es el de la Virgen, o cuando las Posadas. Y al llegar a la parte aquella en que se dice de María Santísima que es “Virgen Purísima antes del parto, en el parto y después del parto”, mamá Gracia se resistía a pronunciar la nefanda palabra y decía con eufemismo cauteloso:

–Virgen Purísima antes del éste, en el éste y después del éste.

Madame Pimentón en Madrid y mamá Gracia en Patos, hoy General Cepeda. La una, con humos de aguardiente y de diva cantatriz; la otra, señora de su casa, matrona de matriarcado mujeril. Las dos con iguales pudibundeces delicadas que les impedían decir palabras no aptas para castos oídos de doncellas.

Hay quienes, sin embargo, no se andan con eufemismos.

Hubo un padrecito de San Miguel de Allende que era todo candidez, todo ingenuidad. Parecía un niño aquel buen sacerdote. No tenía hueso, como dicen allá para describir al que es pura bondad. Ni los cenegales que inundaban el confesionario ni los años de vida que llevaba, le habían quitado la pureza de corazón y aquella seráfica inocencia que lo poseía.

En cierta ocasión el padrecito predicaba un sermón sobre el pecado. Entre los feligreses estaba un hombre de Dolores más feo que todos los dolores juntos. Se llamaba don Julián Farías ese quídam. ¡Qué feo era! 

Tenía el rostro cacarizo; era bizco de todos los ojos; de las abultadas jetas le salían igual que arietes dos –¿o eran tres?– filas de dientes mal concertados entre sí; llevaba por corona en la cabeza un hirsuto pelamen que más parecía de fiero animal, oso o jabalí, que de criatura humana. 

Era un endriago horrible aquel sujeto.

El padrecito estaba hablando de lo feo que es el pecado.
–Cómo sería de feo, hijtos –les decía–, que les voy a poner una comparación pa´ que mejor me entiendan. Ustedes conocen a don Julián Farías y saben bien lo feo que es. Párese por favor, don Julián, de modo que todos puedan verlo. No, no se agache ni se tape la cara, don Julián. Dese la vuelta para que todos lo miren. ¿Ya vieron lo feo que es don Julián? Bueno, pues más feo, mucho más feo todavía, es el pecado.