Cierto señor de aquí solía decir:

–Soy hombre de una sola palabra: rájome.

Tengo un amigo que en sus días de juventud fue vendedor de autos usados. Le ofrecieron en venta uno muy bueno, y él a su vez se lo ofreció a un comerciante cuyo nombre no diré, pues vive todavía y es conocido por quienes lo conocen, y apreciado por quienes no lo conocen bien. El tal comerciante vio el automóvil; le gustó y dijo que lo compraría. Le pidió a mi amigo que se lo llevara al día siguiente, y le aseguró que se lo pagaría de contado y en efevo, vale decir, en efectivo. Fiado en esa promesa mi amigo compró el coche, cuyo valor cubrió de su bolsillo, al fin y al cabo al día siguiente recobraría la suma, y con ganancia. Grande fue su sorpresa, por lo tanto, y aún mayor su enojo, cuando al siguiente día el hombre le salió con la embajada de que siempre no le compraba el coche.

–Pero, señor –acertó a balbucir mi amigo– usted me dijo...
–Sí te dije –reconoció el sujeto–. Pero aprende que comerciante que no se raja por lo menos una vez al día, no es comerciante.

Eso de “rajarse” es palabra muy fea, y discriminadora de la mujer. La define la Academia: “Volverse atrás, acobardarse o desistir de algo a última hora”. Habría pensado yo que el terminajo es un mexicanismo, pero no: es expresión castiza, castellana. En España también se rajan, por lo visto. Supongo entonces que en todo el mundo hay rajones, hasta en Saltillo. Ya dije alguna vez del letrero que vi en una pequeña mercería del Ojo de Agua. Rezaba ese letrero: “No se admiten devoluciones; no sea usted rajón”.

Digo que la palabra “rajarse” es mala y discriminadora porque no tiene nada que ver con la idea de henderse o de partirse: hace alusión a la parte pudenda de la mujer. Según la idea, cuando un hombre se raja es como si perdiera sus atributos masculinos y adquiriera esa característica anatómica de la mujer. Antonio Tello, en su “Gran diccionario erótico de voces de España e Hispanoamérica”, dice que “raja” es “vulva, hendedura entre las piernas”.

Todavía hasta hace algunos años –antes de que se hiciera el camino; antes de que llegaran el radio y la televisión– en el Potrero de Ábrego había una costumbre que me llamaba mucho la atención, pues me parecía práctica medieval, o por lo menos del antepasado siglo. Cuando dos hombres hacían un trato se arrancaban un pelo del bigote y ese rito, solemnidad o ceremonia valía más que cualquier papel escrito. Ahí no regía aquello de “papeles hablan”. Ahí hablaban los hombres.

Le pregunté a don Abundio la causa de esa acción. Don Abundio es en el Potrero la esperencia, un cargo no oficial, pero reconocido por todos, que se deposita en un anciano reputado por su sabiduría, su prudencia y su conocimiento de los usos del pasado. Me dijo don Abundio que cuando dos hombres acuerdan algo se arrancan un pelo del bigote para significar que cumplirán su palabra, pues son hombres, según lo prueba ese atributo capilar.

Las palabras de los hombres, y sus usos, recorren caminos muy extraños. Ayer hojeaba el diccionario del Padre Corominas, etimólogo supereminente. Por casualidad caí en la voz “bigote”. Y supe que el nombre del bigote viene de esa costumbre de jurar con él. En efecto, la palabra “bigote” deriva del antiguo alemán bi Got, que quiere decir “por Dios”. Hasta por las palabras –y por los bigotes– nos hermanamos los hombres con hombres de otros mundos. Del Potrero de Ábrego a Alemania, dígame usted nomás.