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De viaje
Yo tengo una lista de seres a los que amo.
Tengo también una lista de seres a los que no amo.
La primera es muy grande, y cada día aumenta de tamaño, pues diariamente encuentro a alguien -persona, cosa o animal- que convoca mi amor.
La lista de quienes no amo es muy pequeña, y si la guardo es sólo por tener algo que me impida caer en la tentación de pensar que me parezco a San Francisco.
Un nuevo nombre hay en mi lista de seres a los que amo. Es el de don Juan de Mendoza y Luna, Marqués de Montesclaros. Fue Virrey de la Nueva España de 1607 a 1611. Piratas ingleses abordaron el barco en que venía y él saltó a otro para salvarse, pero antes corrió a su camarote por el pequeño perro que traía. Ni siquiera se cuidó de recoger las credenciales en que constaba su nombramiento de virrey. Hubo de pedir otras a España, y recibió por ello una severa reprimenda del monarca, que no pudo entender que su enviado hubiese preferido salvar a su perro antes que su título.
Es precisamente por eso que don Juan de Mendoza y Luna, Marqués de Montesclaros, está ahora en mi lista de personajes favoritos. Me gusta alguien que piensa que un perrito es más importante que un nombramiento de virrey.
Yo ando por todo México; lo miro con mis voraces ojos, y lo admiro.
Desde el cielo veo el suelo y desde el suelo veo al cielo. Hallo el aire y la tierra llenos de hermosas criaturas recién salidas de las manos de Dios. Veo las blancas garzas que nos llegaron de África y que han hecho de México su patria de adopción. Veo los fieros gavilanes; guacamayas que llenan mi sierra de estridores; pájaros rojos, y azules y amarillos; chuparrosas más pequeñitas que una pequeña rosa. Miro los sapientísimos coyotes; los venados; el lince que con ojos de lince me vio pasar en una madrugada desde la orilla de la carretera.
Ni nosotros, con toda nuestra vesania de ignorantes, hemos podido cortar el hilo de la vida a muchas hermosas especies. Pero otras las destruímos ya. Desde la nada nos miran con ojos de reproche y nos dicen que el hombre es sólo parte de la naturaleza, y que si atentamos contra ella contra nosotros mismos estamos atentando.
Ahora el viajero se aparta del camino que en Puebla siguen los turistas y va a la pequeña iglesia que tiene Acatepec.
¡Qué magnífico el templo diminuto! Parece una ascua de oro en un joyel de Talavera. A las altas locuras del barroco los artífices indios añadieron su propio delirio: pusieron espejos en los muros, en el cuerpo de los estípites, en las ornadas hornacinas. Por las ventanas entra el sol: los vidrios multiplican sus rayos, y cada feligrés recibe el suyo como una luminosa eucaristía.
Los espejos de Acatepec me dan lección. Recogen luz de lo alto y con ella iluminan a los hombres. Así deberíamos ser nosotros: espejos humildes que irradian el amor que Dios envía a sus criaturas. Si la guardamos en nosotros mismos esa luz se hará opacidades de soberbia. Si la reflejamos a los demás regresará multiplicada y nos dará más luz como el claror de los espejos que vuelven brasa ardiente la pequeña capilla que vi en Acatepec.