Usted está aquí
Del Saltillo de ayer (y de antier)
En 1900 nuestra ciudad empezó a contar con los primeros servicios de agua entubada y drenaje. Pobre Rosita Alvirez: su prematura muerte, acaecida ese mismo año, le impidió disfrutar tan útiles servicios. No hay nada nuevo bajo el Sol, excepción hecha de los agujeros en la capa de ozono: en aquel remoto año escaseaba ya el agua en la ciudad, tanto que el providente alcalde, señor don Juan Cabello y Siller, hubo de rogar a don Antonio Narro, dueño de la hacienda Buenavista, que cediese algunos caudales para satisfacer las necesidades de la población. De buen grado lo hizo don Antonio, pero ni así se resolvió el problema, y de las aguas de la Fábrica de Arizpe hubieron de usarse cuatro días al mes para aliviar la sed de la creciente población.
Este señor Antonio Narro es el filántropo de quien se cuenta –en broma, claro– que al dictar su última voluntad le dijo al notario que quería crear una escuela de arte y cultura. El escribano, que era algo sordo, oyó “escuela de agricultura”. Así habría nacido la que ya convertida en prestigiosa universidad lleva el nombre de ese ilustre personaje. Y otra vez la misma historia: igual que los de ahora, los saltillenses de principios del siglo pasado usaron del agua en modo tan inmoderado que la comuna se vio obligada desde entonces, para hacer más racional su uso, a poner medidores y cobrar por el uso del preciado líquido.
En 1901 comenzó la construcción del edificio que se conocería después con el nombre de Hotel Coahuila. Los habitantes de la ciudad, formada toda por casas que a lo más levantaban del suelo dos pisos, se asombraron ante aquel majestuoso edificio que tenía cuatro, y le dieron el título de rascacielos. Muy cerca del cielo vivían nuestros antepasados, y así no debe extrañar que llamaran así a la construcción.
Parte de la historia de Saltillo, y de la de cada uno de los saltillenses fue ese hermoso edificio. Desde uno de sus balcones Madero arengó al pueblo durante su campaña presidencial. Cuando el inspector de Policía llegó a aprehenderlo don Francisco pasó apresuradamente a otro balcón, y desde ahí siguió hablando, y cuando el jenízaro llegó ahí el orador volvió al primer balcón, y así varias veces más, ante el regocijo de la muchedumbre, que seguía con risas esa persecución.
Por lo que hace a la pequeña historia de cada uno de los saltillenses, no hay entre los mayores uno que se haya olvidado del Hotel Coahuila; del elegante banco que alojaba, de sus muy señoriales instalaciones; de su sótano en el que había peluquería y radiodifusora y donde estuvo, sobre todo, aquella queridísima cantina que llamábamos “Los Bajos”, a la que se llegaba por una empinada escalera que todos bajábamos con gallarda prestancia de jaca andaluza y que subíamos pasadas unas horas con tropiezos y vacilaciones de burro manchego. Por desgracia –gran desgracia– ese bello edificio fue neciamente destruido. Nada pudo hacer contra ese atentado un grupo de muy estimables damas que en vano se empeñaron en salvar para Saltillo y para los saltillenses aquella preciada joya arquitectónica, ícono de una de las mejores épocas que Saltillo tuvo.