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Dios ha muerto
Algo apesta en el estado.
La sociedad está en descomposición; las noticias muestran robos, muertes, agresiones. Un sacerdote del templo San Esteban dijo: “El principal pecado que yo percibo es la soberbia… la gente viene y se confiesa y pide consejos, la base de sus problemas es la soberbia, el egoísmo los lleva a caer en otros pecados; el ser egoístas provoca problemas familiares, el deseo de tener muchos bienes materiales para uno mismo y no para los demás”.
Dijo que los saltillenses caen en la pereza; el sacerdote tocó un punto clave: El árbol de los vicios tiene un grueso tronco que es el egoísmo. Ese tronco se divide en otros dos grandes: la soberbia y la sensualidad.
Del tronco de la sensualidad surge la rama de la pereza, así lo representa Alejandro Ortega en su libro “Vicios y virtudes”.
Ahí, define al egoísmo como un afán desmedido de defender, proteger, magnificar, complacer el propio yo, normalmente a costa de los demás. Es el amor desordenado de uno mismo.
La soberbia, altanería o arrogancia, es el hecho de que alguien aspira a algo que está sobre sus posibilidades, porque quiere aparentar más de lo que es. Se aparta de la recta razón que consiste en que cada quien busque lo que es proporcionado.
Algunos saltillenses encuestados dicen sí creer en el infierno. “Yo sí creo en el infierno, por eso intento hacer las cosas bien, aunque como todos, sí he hecho cosas que no debo…”.
Una saltillense dijo: “Yo pienso que cuando te mueres, te mueres y ya, no vas a ningún lado, sólo desapareces, no creo que la gente que se porta mal se vaya al infierno, claro, no por eso hay que hacer cosas malas…”.
Cada Semana Santa, el viento sopla fuerte, los saltillenses huyen a refugiarse en los ranchos, visitan el estado de ebriedad, se accidentan en las carreteras, se ahogan en albercas o en alcohol y van al hospital, mientras, los ladrones visitan sus domicilios.
La Semana Santa: “No se trata de las vacaciones, sino de recordar la muerte de Jesús por los pecados de la humanidad, y buscar una transformación espiritual”.
Hoy es Sábado Santo y recordamos que Jesús está sepultado, es un día de reflexión y silencio, es el día de la ausencia, día de dolor, de reposo, de esperanza, de soledad, es el día en que experimentamos el vacío.
Hay dos sentidos que se le pueden dar a la muerte de Dios: El primero se lo dio Nietzsche, cuando escribió: “Dios ha muerto. Dios sigue muerto y nosotros lo hemos matado. ¿Cómo podríamos reconfortarnos, los asesinos de todos los asesinos? El más santo y el más poderoso que el mundo ha poseído se ha desangrado bajo nuestros cuchillos: ¿Quién limpiará esta sangre de nosotros? ¿Qué agua nos limpiará?...”. La muerte de Dios conducirá, dice Nietzsche, al rechazo de los valores absolutos —al rechazo de la creencia en una objetividad y una ley moral universal—, es decir, al nihilismo. De ahí se deriva que el hombre piense que no necesita de
Dios, que todo lo puede solo.
El otro sentido —el cristiano— de la muerte de Dios hecho hombre, es que fue un triunfo. Que fue el momento supremo para el que Cristo vivió, y fue la única cosa que pidió que recordáramos de su vida. Así lo hizo saber en la última cena, un día antes de morir, cuándo dijo: “Hagan esto en conmemoración mía”. Antes de eso había dicho: “Éste es mi cuerpo que será entregado por ustedes... ésta es mi sangre, de la nueva alianza, que será derramada por muchos para el perdón de los pecados”.
A pesar de ello no todos, ni siempre nos acordamos de esto.
Nietzsche omitió el hecho de que con su muerte y dolor, Dios hecho hombre, venció el mal de la humanidad. Nietzsche en su locura, se quedó esperando el agua, la persona o el rito que lavara nuestras culpas.
Podemos elegir entre la opción del desaliento y la desesperanza, del vacío y el desorden que ocasiona ignorar a Dios, darlo por muerto y expulsarlo de nuestras vidas, o la opción de la fe y esperanza: Que mañana es domingo, y podremos estar alegres porque Dios resucita, se queda con nosotros y abre las puertas de la felicidad eterna.