El arte de educar

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El arte de educar

Ilustración: ALEJANDRO MEDINA
Los educadores son personas de encuentros humanos para formar espíritus, iluminar almas, inspirar caminos y abrir alas

El gran pedagogo de la esperanza Paulo Freire afirmó “la educación es un acto de amor, por tanto, un acto de valor”, palabras que, con motivo a la celebración del día ayer en torno al  magisterio,  vienen como anillo al dedo.

Viajar con Nemo

Mario Vargas Llosa, Premio  Nobel  de literatura,  en un discurso  confesó: “Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de la Salle, en Cochabamba, Bolivia. Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida. Casi 70 años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y del espacio y  permitiéndome viajar con el capitán Nemo 20 mil leguas de viaje submarino, luchar junto a d’Artagnan, Athos, Portos y Aramís contra las intrigas que amenazan a la Reina en los tiempos del sinuoso Richelieu”. (https://www.youtube.com/watch?v=34-7L7_mZ5E).

Sin duda, como el Nobel, todos conservamos a profesores en nuestra memoria, pero sobretodo en el corazón;  a mujeres y hombres que, desde las aulas,  influyeron notablemente en nuestros caminos dejándonos sus huellas. Personas que nos ayudaron a encontrar lo mejor de nosotros mismos: la vocación de vida… Nuestra misión existencial.

Yo recuerdo a innumerables maestros que en mi infancia me forjaron con el sello del amor, por ejemplo el hermano Pérez, notable Lasallista,  que siendo yo apenas un niño sembró en mi corazón la semilla de la docencia.

Ahí estaba ella 

Hoy traigo a colación el recuerdo de mi primer día de clases de primero de primaria en el grandísimo colegio Ignacio Zaragoza, que para fortuna de Saltillo aún lo sigue siendo.

Ese inolvidable primer día entré, junto con mis compañeros,  al salón “Primero B”,  teníamos cierto temor, y no era para menos, pues los espacios nos parecían inmensos y aún cuando nos sentíamos grandes – ya niños de primaria -,  nuestra incertidumbre y expectativas prevalecían en nuestros ánimos, por eso de algunos rostros se escapaban sollozos y, de otros más, disimuladas hombrías. 

Ahí estaba ella, recibiéndonos con una ancha sonrisa, con su alma enteramente abierta. Es cierto, después habríamos de saber que, ese día, no entramos a un salón de clases, sino a la hospitalidad del corazón de una carismática y extraordinaria maestra. Y digo carismática por su don de forjar almas, y menciono extraordinaria porque tenía la capacidad de generar en sus alumnos el extraño anhelo de que no sonara el timbre de salida.

Después de todos estos años recuerdo lo que mi maestra hacía distinto de muchos de los que hoy nos dedicamos a la docencia inclusive a nivel universitario,  de cómo ella provocaba en nosotros, pequeños niños, ese afán de sumar, restar, cantar, pintar, reír y también de equivocarnos. 

Amor y valor

Crucita, mi maestra de primero de primaria, era feliz amando y cuidando valerosa y profundamente su trabajo y la causa de su oficio: el alma de sus alumnos. 

Hoy, nuestras escuelas, ansían mujeres y hombres que tengan respeto por su profesión, coraje y amor para forjar personas alegres y plenas”
Gabriela Mistral, poetisa

Podríamos pensar que esto suena simple. Pero no lo es; si fuéramos sinceros veríamos que hoy tratamos de volver terriblemente competitivos a los pequeños. Continuamente los sometemos a pruebas mediante concursos - y otros inventos -  para ver quién es el mejor,  sin percatarnos que así  erosionamos su individualidad, su creatividad, su espíritu;  si nos detuviéramos un minuto a pensar descubriríamos que ahora nos encanta otorgar a los niños medallas y galardones que fragmentan su naturaleza, pues así los enseñamos a que vivan comprándose,  generando en sus almas una interminable sed de ser, a toda costa,  “el número uno”.

Si fuéramos honestos, veríamos que  hoy es una moda cargar a los niños las culpas de los adultos, por ejemplo, al evaluarlos por cosas que deberían ser calificaciones para los padres (llegar a tiempo a la escuela); también nos daríamos cuenta que a los niños los precipitamos a que vivan corriendo, contaminándolos con tontas exigencias, miedos, angustias y preocupaciones.

Deberíamos educarlos para la dicha  comprendiendo que son solo niños. Si así forjáramos su educación ¿acaso no estaríamos haciendo eso que fundamentalmente Crucita emprendía con el corazón abierto? ¿Qué no estaríamos volviendo a lo básico en la educación? ¿Qué no implicaría sencillamente amarlos tal como lo irrepetibles que ellos son?

Posiblemente…

Posiblemente en estos tiempos hay un tremendo déficit de esa sustancia con la cual Crucita entretejía sus lecciones viviéndolas con pasión: enseñar a los pequeños a poner sus días al servicio de la alegría, compartir el placer de ser niños, niños felices, siempre sonrientes, andantes y creativos. Enseñarles la alegría de vivir, de ser, de pensar, de ir al recreo, de soñar, de llorar, de aprender y de volver gustosamente a casa.

Mi maestra se convertía en cómplice de nuestras destrezas y los sueños que soñábamos: llegar a ser bomberos, astronautas o policías. Quizás por eso, Crucita, jamás torturó nuestro espíritu haciéndonos competir los unos contra los otros; más bien, siempre respetó la individualidad y diversidad de cada quien, y  jamás economizó esos cálidos abrazos que nos infundían confianza cuando el quehacer nos parecía colosal o imposible. 

Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de la Salle”
Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de literatura

Sus palabras eran siempre suaves y amorosas. Tenía la paciencia de tomar nuestras manos para ayudarnos a redondear esas caprichosas letras, o para repetir incansablemente esa tabla de multiplicar que no aprendíamos. Crucita, nos daba lecciones de afecto y la fortaleza para superar nuestros “grandes” desánimos. Nos obsequiaba una compasión justa que finamente trenzaba con las horas haciéndonos reír, pues esa era su forma de enseñarnos a razonar, leer,  escribir y soñar.  Así nos inculcaba el valor del estudio, el trabajo  y la diversión.

En fin, quizá por todo esto, en ese tiempo, todo era milagroso. Y Ahora que veo en retrospectiva descubro que su testimonio de alegría, en esos primeros pasos de nuestras vidas, quedó  perennemente sembrado en nuestros corazones, ayudándonos  - aún sin saberlo - a decirle sí a la vida cuando los retos de la existencia pretendieron ensombrecer el alma.

Testimonio moral

A sus clases nunca llevábamos textos sobre valores, pero ella nos enseñó lo más valioso de la vida: La felicidad de ser personas. Y ahora lo entiendo ¿para qué estudiar los valores en libros si ella era testimonio de respeto, puntualidad, justicia, equidad y bondad? ¿Para qué estudiar lo que diariamente veíamos, vivíamos y aprendíamos de sus propios actos?

Los educadores somos personas de encuentros. De encuentros humanos para formar espíritus, iluminar almas, inspirar caminos y abrir alas, tal como lo hizo durante muchos años la maestra Crucita.

Siempre han existido maestras y maestros anónimos que entregan sin reservas su alma entera a su oficio, pero ciertamente más niños desean ser formados por personas como Crucita,  por  gente de esa inmensísima calidad humana y enorme corazón. Hoy, nuestras escuelas,  ansían  mujeres y hombres que, como ella, tengan respeto por su profesión,  coraje y amor para forjar personas alegres y plenas. 

El mundo entero anhela personas como mi maestra de primero “B”, cuyos ejemplos, enseñanzas y recuerdos habiten perennemente en el alma de las personas que amorosamente, desde el aula,  forjan y formar, que enseñan a amar amando. 

La educación es la forma más alta de buscar a Dios”
Gabriela Mistral, poetisa

El mundo reclama en sus aulas a personas que, como Crucita,  sepan dominar el arte de educar, los busca de excepcional categoría, y esos son los que inspiran a sus alumnos a ser personas de bien. Personas plenas.

Parafraseando a Mistral, el mundo ansia formadores que comprendan que “la educación es la forma más alta de buscar a Dios”. 

Reconocimiento

Mi gratitud a todos mis maestras y maestros, a esos ilustres que me heredaron enseñanzas y testimonios imborrables; mi agradecimiento también a tantos alumnos que, al paso de los años, han dejado huella en mí, que me han inspirado y enseñado, que se han convertido, además, en insuperables maestros.  Gracias a la vida por brindarme la oportunidad de ejercer esta monumental vocación. 

cgutierrez@itesm.mx
Tec de Monterrey 
Campus Saltillo
Programa Emprendedor