Usted está aquí
El día que raptaron a Oscar Wilde
Hace unos años me contaron que a una cierta ciudad del norte de nuestro Estado llegó una troupe de travestis que imitaban a las artistas que entonces estaban de moda: Lupita D’Alessio, Rocío Dúrcal, Alejandra Guzmán. Le ofrecieron su espectáculo al dueño del principal hotel de la localidad a efecto de que lo presentara por las noches en su establecimiento.
El empresario no quería aceptar el show. Su clientela, explicó al representante de los travestis, estaba formada por rudos ganaderos y mineros más rudos todavía. Aquella presentación de hombres que se vestían de mujer no sólo no les iba a gustar: iba a ser para ellos motivo de indignación, pues todos eran muy machos, y considerarían aquella exhibición como una grave ofensa a su masculinidad.
El representante le aseguró que eso no sucedería. Experiencias anteriores lo autorizaban, dijo, a dar tal garantía. Añadió que si la primera noche había algún problema se cancelaría el espectáculo, y los artistas no cobrarían nada. “Así sí baila m’hija con el señor” -aceptó el empresario.
La palabra que dio el representante se cumplió al pie de la letra: no hubo ningún escándalo. Salieron los muchachos vestidos con los atuendos propios de la vedette o cantatriz cuya imitación hacía cada uno, y los ganaderos, vaqueros, rancheros y mineros no sólo no se escandalizaron, sino que aplaudieron con singular entusiasmo cada uno de los números, y hasta pedían con ruidosas palmas y silbidos su repetición. El triunfo de aquella troupe fue de apoteosis.
Otro temor había concebido el empresario: que el público fuera a faltar al respeto a los artistas. No sucedió eso. En ningún momento se oyó, no ya un improperio, pero ni siquiera una mala razón. La audiencia, exclusivamente masculina, se portó mejor de lo que se portaba cuando era un cantante charro el que actuaba. Trató con gran comedimiento, y aun con respeto admirativo, a los jóvenes artistas.
El empresario no podía dar crédito a lo que sus ojos contemplaban. De nada le había servido -dijo para sí- su larga experiencia en la contratación de espectáculos. Todavía más se asombró la siguiente noche, y en las demás sucesivas. Su local se abarrotaba hasta el punto en que era necesario poner más mesas. Tuvo que poner -jamás lo había usado- el sistema de reservaciones. Cada día, a eso de las 11 de la mañana, se agotaban las de la correspondiente noche.
No haré larga la historia. Los travestis, que según el contrato que se hizo se iban a presentar una semana, estuvieron tres meses trabajando ahí. Y no me apena decirlo, pues el historiador no ha de apenarse por lo que cuenta -¿acaso Michelet se avergonzó por la derrota de Napoleón en Waterloo?-: surgieron no pocos romances entre los artistas y algunos ganaderos, vaqueros, rancheros y mineros. Lo que sí me da pena decir, pues eso habla de la poca estabilidad de los matrimonios de hoy, es que hasta divorcios hubo ocasionados por la presencia en aquella ciudad norteña de los muchachos que se vestían de mujer.
Por eso no me extraña lo que sucedió cuando Oscar Wilde visitó los Estados Unidos. Resulta que
Pero se me acabó el espacio. Eso lo contaré mañana.
Armando FUENTES AGUIRRE
PRESENTE LO TENGO YO
‘Catón’, Cronista de la Ciudad