El día que raptaron a Oscar Wilde (II)

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El día que raptaron a Oscar Wilde (II)

Si yo fuera cineasta haría una película del Oeste con esta historia que relató un mexicano, Alberto Lombardo, escritor de novelas. Viajó este señor a los Estados Unidos, y conoció allá a Oscar Wilde, que hacía una gira de conferencias para ganar dinero. No era el primer escritor inglés que hacía eso: Dickens también cobró muy buenos dólares simplemente por leer ante un público de damas plañideras los pasajes más tristes de sus obras.

Lombardo describe así a Oscar Wilde:

“... Era un inglés alto y robusto, con modales afeminados que contrastaban desastrosamente con su naturaleza vigorosa. Llevaba el cabello largo, dividido por raya en medio, y lucía un saco de terciopelo morado, medias color de rosa y zapatos negros con hebilla dorada...”.

Jamás se caracterizó Wilde por la prudencia. Gustaba de suscitar el enojo de la gente, y hacía ostentación de su talento aun a costa de ofender a los demás, o molestarlos. Al desembarcar en Nueva York el agente aduanal le preguntó:

-¿Tiene usted algo qué declarar?

-Sí -respondió Wilde irguiendo más su ya de por sí alta estatura-. Mi genio.

Los periodistas quisieron saber qué pensaba de los Estados Unidos, y Wilde se refirió a las horribles construcciones que había visto en Nueva York. Dijo:

-Si quieren ustedes seguir haciendo esos adefesios no usen mármol ni granito. Eso es faltar al respeto a materiales tan nobles. Usen ladrillo, que es un material vulgar, casi tan vulgar como los constructores de los horribles edificios que he tenido la desgracia de ver.

Los yanquis, lejos de enojarse por esas declaraciones, las celebraban con grandes risas y aplausos atronadores, y eso desconcertaba mucho a Wilde, acostumbrado a que sus palabras sacaran de quicio a los solemnes pares de Inglaterra.

Sucedió -cuenta Lombardo- que al paso de Wilde por el estado de Nevada un rudo vaquero se enamoró de él, y en Reno intentó raptarlo. Lo normal era que los vaqueros raptaran bailarinas, pero eso de que uno quisiera llevarse con él a Oscar Wilde es cosa peregrina que bien merece los honores de la cinematografía. Hay evidencias para documentar el hecho: dice Lombardo que los periódicos dieron noticia del suceso, y que Wilde mismo declaró al respecto y agradeció la intervención de la policía para arrancarlo de las manos de aquel rufián que se lo llevaba ya, encendido en amor y rijos de lujuria por los graciosos movimientos ondulantes del inglés. Quizás habría sido mejor la vida de Wilde en los desiertos de Nevada, al lado de aquel fornido vaquerote, que en su país natal, donde sufrió persecución y cárcel.

Lo dicho: de este episodio en la vida de Wilde podría salir una película muy buena.