El eco del sueño

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El eco del sueño

Foto: Especial
‘Una estrella de mar, ¿recuerdas?’ Salvador Elizondo

Hoy he despertado sollozando. He soñado que recorría las calles del centro de Monterrey: todas las grandes casas de la Colonia Obispado habían sido convertidas en elegantes restaurantes, repletos de comensales. 
Enormes terrazas, a las que se accedía por elegantes escaleras de piedra, se veían cubiertas por mesas suntuosamente dispuestas. Mucha gente comía o cenaba ahí.

Yo caminaba largas cuadras. A los restaurantes sucedían tiendas de antigüedades y otras por el estilo. Pero sobre todo veía restaurantes a uno y otro lado de la avenida. Esas calles me eran irreconocibles. Yo las había recorrido muchas veces en mis tiempos preparatorianos y ahora me parecían otra cosa.

Alguien me había dicho en el sueño, o me lo dijo después: “Pero tú no sabes lo que es la verdadera 
pobreza, tú no sabes lo que es tener hambre, no tener zapatos, no tener nada…” ¿Era verdad? ¿Es verdad? 
Esas palabras y el hecho de sentirme un extraño en ese elegante sector antes familiar para mí me habían 
hecho tanto daño en el sueño que, al despertar, las lágrimas corrían abundantemente por el rostro, humedeciendo la almohada.

Entonces, una vez fuera del sueño, lloré conscientemente por tantas cosas. La soledad, la orfandad, el desamor, el abandono, el caos de una vida que jamás pude poner en orden, la mediocridad moral, la muerte, la vida vivida sin máscara pero sin Eros, la medianía intelectual y creativa, el silencio, la noche, la buhardilla del outsider, el concierto de Rachmaninoff que terminó sin mí.

Cuando la noticia llegó a mi memoria, también lloré como un niño por la muerte de Umberto Eco (Italia, 1932-2016). Como las aves nocturnas que se ciernen sobre el hombre goyesco que sueña “el sueño de una razón productora de monstruos”, los espectros se echaron sobre mí durante unos minutos.

Las obligaciones y las responsabilidades de alguien hipotéticamente “productivo” me obligaron a levantarme de la cama y entrar en el cuarto de baño. Pensé que el agua ahuyentaría a los fantasmas pero no fue así. 
Agua, lágrimas y sollozos se mezclaron con el jabón y los apocalípticos y hasta los integrados. Salí de ahí recordando el sueño, las palabras escuchadas en el sueño, las portadas de muchos libros de Eco y muchos conceptos e historias del autor italiano.

La tristeza, las lágrimas y la crema humectante formaron una pasta tan suave y balsámica que por un momento quise olvidar la necesidad de presentarme a determinada hora en cierto lugar para atender a un autor medieval. La Edad Media: uno de los temas caros a Eco. Todo el mundo sabe que “El nombre de la Rosa” (1980) es un thriller cuya acción transcurre en el Medioevo. Teresa del Conde recuerda secuencias de la película; yo recuerdo episodios de la novela.

Los restaurantes oníricos del Obispado emergieron en el espejo como la espectral abadía de los Apeninos 
ligures. ¿Ése que se acicala y pretende restaurar los estragos de la edad es fray Guillermo de Baskerville? No, es sólo uno de los frailes que sobreviven en aquella abadía del crimen. ¿Y las frases del sueño? ¿Quién las pronunció? ¿Fui yo mismo? ¿Fue un compañero de la preparatoria que leía entonces, como yo, el “Fausto” y “Las flores del mal”?

Mientras me vestía pensé en las obras teóricas de Eco. “Opera Aperta” (1962), por ejemplo. ¿Qué ejemplos musicales ofrecería hoy el autor? ¿Tomaría en cuenta al Blues, al Rock? ¿Por qué no? Casi nunca escuché, por ejemplo, a Octavio Paz hablar sobre el Rock. Una sola vez leí la respuesta que dio a un periodista: “El público que asiste a estos conciertos [de Rock] repite una celebración mágica, tan ancestral como la humanidad misma” (cito de memoria).

Hace unos días leí el texto de Teresa del Conde en el que dice lo que cite antes. De la obra teórica de Eco afirma que “ha envejecido”. Acaso la brillante crítica mexicana de arte tenga razón, si tomamos en cuenta la aparatosa revolución tecnológica que se nos vino encima hacia los años 80, y ya casi masivamente, hacia los 90 del siglo XX. Lo de “casi masivamente” es, aún, bastante relativo, claro, si volvemos los ojos hacia los “países en vías de desarrollo”.

Pensé en los diversos tratados de “Semiótica” que compuso Eco. Los leí anonadado cuando era un estudiante de licenciatura, lo mismo que las obras de Roland Barthes, Yuri Lotman, V. Propp, Charles Peirce, P. Guiraud, R. Jackobson, J. Lacan, J. Derrida, Julia Kristeva y tantos otros. Pero Eco tuvo siempre cierto tipo de “duende”, incluso al margen del estructuralismo. Hasta como sesudo teórico era de un encantador sentido del humor, que lo aliviaba a uno de la densidad del tema que expone en estos libros, por lo demás 
apasionantes.

Casi listo ya para tomar el último sorbo de café, mis lentes y algo más, pensé en las novelas de Eco. Me pareció extraño que no haya escrito poemas en lugar de narraciones. Barthes terminó redactando un libro que se acercó a la prosa poética: “Fragmentos de un discurso amoroso” (1977). En cambio, el que había analizado la figura del superhéroe en los comics y otros muchos motivos digamos “pop” o ya casi “posmodernos”; el hombre cuya inteligencia era de un filo casi matemático, nos sorprendió con la publicación de una novela que se convirtió en un best seller. Y luego con otras.

Me sumergí en los 80, como tantos, en el siglo XIV y me vi envuelto en el vórtice de una investigación policiaca cuya desembocadura era una biblioteca-laberinto y un libro secreto y prohibido por la Iglesia: el tratado sobre la risa que Aristóteles habría escrito, virtualmente, milenios antes. No soltaría esa novela durante días, lo recuerdo bien. Amé a Guillermo de Baskerville y sentí compasión por ese representante ficcional de Borges: Jorge de Burgos, el fraile bibliotecario.

Al cerrar la puerta de mi cabaña y salir a la jungla, llevaba conmigo el sueño, las palabras del sueño y a Umberto Eco. ¿Su semiótica me ayudaría a comprender las claves oníricas? Si no era así, tendría que acudir menos a Freud que a Jung. Pero una vez vertidas las lágrimas, una vez instalado en el orbe de la vigilia me pregunto qué perseguía, en el fondo, Umberto Eco?

¿Qué persigue un semiólogo que es, también, un novelista? ¿Cuál es el símbolo de símbolos, el signo que resume y sintetiza a todos? No pretendo encandilar a nadie con una supuesta “erudición”. La pregunta es válida y no quiere ser retórica. ¿El símbolo de símbolos es Dios? Si es así, ¿cuál es su representación escatológica y substancial? ¿El círculo, el espejo? ¿”Soy el que soy” es la formulación verbal de un espejo o de un círculo? Eco buscó, ab ovo, esta verdad: su obra es la respuesta, una respuesta que conduce a un delta de interrogaciones. Salvador Elizondo no es ajeno a esta desventurada aventura.